¡Vamos a bailar!

Por Luz Martí

Ir a bailar a nuestros veinte años no era solo pintarse como una puerta, ponerse lo que creíamos que nos quedaba genial y salir de casa dispuestas a comernos la noche…

 

  • Salir, era como un juego de mesa con un sinfín de casilleros para avanzar hasta llegar a la meta. El primero: que alguien te invitase.

Salir solas era imposible, era decididamente ir “de levante”. Esperar esos llamados con ansia, pasar frente al teléfono y levantar el tubo para comprobar si había tono y, mientras el tiempo corría, ponernos frente a la tele en blanco y negro a aprender pasos mirando Música en Libertad  o Alta Tensión.

Barry White, Just the way you are (1974)

Comprar vinilos, si era posible en El Agujerito, de rock, country, importados de Barry White o de colores con los hits del momento y darle sin asco al Winco encerradas en nuestros cuartos.

Revisar el ropero y planificar con amigas qué equipos nos harían ver seductoras, intercambiar perfumes importados y creernos listas para ser diosas de la noche.

Si “ÉL” no había llamado para el jueves (retrocede tres casilleros), desoladas, teníamos que aceptar cualquier otra propuesta, conocido o desconocido, amigo de amigas, primo de parientes lejanos o cualquier ser humano que tuviese el teléfono de nuestra casa y llamara.

Había que salir viernes y sábado. Había que ir a bailar hasta que apagaran la música y, con suerte, seguirla después en un desayuno tempranero, que era como la confirmación del éxito.

Los preparativos para la salida empezaban temprano con la ducha y el pelo. La “toca” ayudó y torturó a generaciones de crespuras indómitas a levantar la estima. Alisarse el pelo como fuera, hasta sobornando a un hermano que nos lo planchara húmedo con un diario encima, sobre la tabla de planchar, a riesgo de morir los dos electrocutados.

Ya frescas y lacias llegaba el momento del maquillaje.

Si estábamos cerca del verano y aún no habíamos logrado el tono bronce indicado, en las playitas de la Costanera o achicharrándonos con Sapolán Ferrini mezclado con Coca Cola en la terraza, había que recurrir al Tan-in-a-minute y su tinte amarillo amarronado y desparramarlo por cuello y escote. Después pasar a unos delineados salvajes, sombras cargadas y toneladas de rimel al mejor estilo Twiggy.

Pintarse y vestirse era un ritual que requería, para ser exitoso, la música a todo volumen de Modart en la noche o Las siete lunas de Crandall que nos iba poniendo en clima mientras por vez número cien probábamos combinar conjuntos e intercambiar prendas hasta encontrar el look deseado: mis jeans pata de elefante quedan bárbaros con tu camisola india. Yo te doy el chaleco que me compré en  El Ángel Rosa de la Galería del Este que te queda soñado con esos pantalones verdes (avanza un casillero).

Nuestro chico podía ser una cita a ciegas, pero eso no impedía que se dispararan todo tipo de fantasías de que en la vereda nos esperase una especie de Alain Delon rebelde y desarrapado y no el buen chico prolijo que nos abría gentilmente la puerta del taxi, incapaz de alcanzarnos sobre nuestras plataformas de corcho.

La sensación de entrar a un boliche no se olvida jamás (avanza tres casilleros) bajar las escaleras angostas y mullidas, la oscuridad, el humo, la música fuerte envolviéndote, el deseo de dejarte abducir por esa nave nodriza poblada de misterios, de abandonarte a una atmósfera en la que todo es perfecto (hasta que se acaba la música, se prende la luz y ves todo lo feo del lugar) es una marca indeleble de juventud eterna.

Allá bajábamos, enfundadas en nuestras camisolas, jeans, minishorts, chalecos largos y botas altas creyéndonos Verushka, con nuestro candidato, y allí mismo, a los cinco minutos lo descubríamos a “ÉL”, al que no nos había llamado, bailando como un demonio un tema de Barry White, vaso en mano el pelo largo, la camisa afuera y  con una modelo espectacular con un pañuelo como vincha. (retrocede cinco casilleros).

Shock inicial que había que remontar de cualquier manera o irse al baño a llorar, demostrarle lo bien que lo estábamos pasando sin él, lo que nos divertíamos, subirnos a bailar sobre un parlante si era posible y darle a entender lo románticas que podíamos ponernos con los lentos, desconcertando al acompañante casual.

Entrábamos a casa con los zapatos en la mano, la ropa impregnada de olor a pucho y el desayuno tomado si la noche había sido un éxito indiscutible (avanza dos casilleros).

Sabíamos que el martes era día de fotos. De ir a pedir los contactos del fin de semana y  buscarte con la lupa, pero, sobre todo, de buscarlo a “ÉL” y  encargar su foto, aunque estuviera con la de la vincha, total, la ibas a cortar.

Volver días después a retirarla y salir a la vereda con tu trofeo, tarareando  la cortina musical de Crandall. (vuelve al punto de partida).

Si querés contar una historia de tu juventud, escribinos a hola@amantesdelobueno.com