Esos locos lindos

Por Rodolfo Andrés

En 1974, hace apenas 47 años, un periodista de la revista Siete Días Ilustrados escribió un retrato de la calle Corrientes –mejor dicho, de cierto tramo de la calle Corrientes- que vale la pena volver a recorrer…

El relato es muy vívido, pero leerlo escuchando esta canción, lo mejora todavía más:

Alejandro del Prado, Los locos de Buenos Aires

Son siete cuadras en las que se concentran toda la magia, todos los mitos y todo el fugaz brillo de la bohemia porteña: las veredas de la calle Corrientes, entre Callao y Cerrito, han sido —y son— desgastadas por los ejemplares más curiosos, divertidos, tétricos y fascinantes de la fauna vernácula.

A la noche, atraídos por algún inexplicable imán, se reúnen en ese sector de la ciudad locos sueltos, poetas, artistas, intelectualoides, melancólicos incurables, aspirantes a cancheros, ladronzuelos, hippies y vagos simpatiquísimos que dibujan los perfiles de un universo encantador, ruidoso y levemente nostálgico.

Buenos Aires les debe a esos discutidos, indefinibles personajes, parte de su encanto, de su personalidad, y la calle Corrientes —el tramo que va desde el obelisco hasta Callao, se entiende— no sería lo que es sin el aporte cotidiano y revoltoso de esos estudiantes que se quedan hasta las tres de la mañana en un café charlando sobre temas inútiles, complicados y hermosos.

Aunque resulta imposible determinar por qué la bohemia porteña eligió para sus devaneos esas pocas, concurridas cuadras, nadie duda de que el Lorraine —una sala de cine arte que floreció en la década del sesenta y cerró hace un par de años— fue uno de los factores desencadenantes del boom de la Corrientes intelectual.

Broadway, entre Rodríguez Peña y Montevideo… Foto: AGN

Los jóvenes concurrían allí a presenciar los ciclos de Fellini, Bergman o Godard y estiraban la función comentando en los cafés cercanos las virtudes o defectos de esos films. Los libreros más avispados comprendieron que ésa era una clientela potencial y recargaron sus estanterías con los productos que podían venderle a esos muchachos, para ese entonces no tan pelilargos como en la actualidad.

Así, poco a poco se forjó un centro intelectual al que concurrían centenares de estudiantes: en ese momento tres bares atraían a los jóvenes, El Colombiano, El Politeama y La Paz. Los dos primeros cerraron sus puertas —El Colombiano definitivamente, El Politeama en forma provisoria— y La Paz queda, ahora, como el ombligo de ese particular microcosmos.

Corrientes de la época, foto: AGN

No es, claro, el único reducto frecuentado por los habitués de Corrientes, pero ocupa, sin dudas, el primer lugar en el ranking. “Corrientes y Montevideo (la esquina de La Paz) destila un néctar que nos embriaga”, exageró un habitué. “A veces perdemos el tiempo, es cierto, pero en otros gloriosos momentos hablamos de política, de poesía y de mujeres, las tres cosas más hermosas que tiene la vida”.

Prácticamente definió los principales temas de conversación del café: la política, el cine, (que en general interesa más que la poesía) y el sexo son las obsesiones más generalizadas. Porque cuando se trata de combatir la soledad en los cafés, todos los grupos caen, a la larga, en esos temas. Apasionadamente algunos, con menos vehemencia otros, todos esgrimen, triunfales, sus recetas para cambiar el mundo.

Quienes los critican por esa actitud se olvidan que en esas charlas —delirantes, inútiles y contagiosas— flota siempre un idealismo necesario: a los 20 años hay que amar a la humanidad y gritarlo a los cuatro vientos. Claro que ese amor toma, a veces, formas más específicas, como lo prueba la declaración de Liliana E., una crocante habitué de La Paz: “Acá los tipos son realmente piolas, no se hacen los cancheritos. En la avenida Santa Fe, por ejemplo, los muchachos levantan por las pilchas, el auto o la pinta. Acá en cambio ganan hablando. Para hacerse un levante no tienen recursos raros, no hacen teatro. Se acercan y preguntan simplemente si a una le gusta Bergman, si admira a Van Gogh o prefiere el surrealismo”.

Esos abordajes intelectuales pueden arrojar diversos resultados, pero más allá de eso, lo que importa es el entusiasmo con el que se encaran esas nuevas relaciones: después de todo, los intelectuales tienen, también, su corazoncito.

Bar, billares y algo más

Tal vez ésa sea una clave fundamental para entender el complicado mosaico de personajes que gastan sus noches en la calle Corrientes: son —con sus rarezas, sus vestimentas necesariamente informales, su pelo largo y sus inflamables libros bajo el brazo— seres humanos que, como todos, sufren, se alegran, temen, se envalentonan, se mufan, se divierten y, a veces, toman sol. Solo que ellos encuentran en su desarreglo, sus boliches, su vocabulario y sus manías, una excusa para juntarse, conocerse y amarse.

Por supuesto no es La Paz el único centro de reunión: el bar Ramos, La Giralda y El Foro también tientan a la bohemia vernácula. En esos lugares, al igual que en La Paz, se puede medir la altura del mes de acuerdo al consumo de bebidas alcohólicas: del 1 al 10 whisky nacional, hasta el 20 ginebra y de allí en más, Aquavit, un aguardiente de origen catamarqueño.

El récord de cafés lo tiene La Paz: se consumen más de 2.500 en las noches moviditas. Pero el “circo”, como se denomina, a veces despectiva, a veces cariñosamente a toda la fauna y flora de Corrientes, no sólo se dedica a tomar café.

La calle que nunca duerme, foto: AGN

Navegan por las librerías, hojean casi todo y no compran casi nada (a los libreros consultados les fue imposible citar los títulos más vendidos entre los habitués “porque esos leen de ojito”), agotan las revistas políticas y los diarios La Opinión y La Calle en los quioscos de la zona y, a la hora de los bifes, comen fideos en Pippo, en Bachín, en Pepito o en Los Muchachos, los restaurantes elegidos por los cirqueros.

Es que si bien sus espíritus suelen ser amplios —son jóvenes de clase media, muchos universitarios, con una buena cultura general—, sus bolsillos, en cambio, resultan mucho más estrechos y solo toleran una incursión por los restaurantes más económicos de la zona o una escapadita hasta las pizzerías (Banchero, Güerrin, Serafín y Santa Inés son las preferidas) para dar cuenta de un par de porciones de muzzarella y un vino moscato.

Eso sí, hojeando un libro, tironeando de una fugazza, saliendo del cine o apurando el último café de la noche, todos los habitués de Corrientes tienen algo en común, como si una mano misteriosa les sellara en la frente una marca que los diferencia de los porteños que picotean cada tanto —especialmente los sábados— en ese bohemio rincón de la ciudad. Ellos, con sus contradicciones, sus errores y sus bondades se ganaron, sin duda, la frase con que el novelista norteamericano Jack Kerouac definió a su mal tratada generación: “Son jóvenes, bellos, inteligentes… y están más locos que una cabra”.

Gentileza: Mágicas Ruinas. 

Fotos: AGN y Flickr (Pablo Iván Acosta).