El sandwich más rico
No era importado, venía con sabor a mar y calor de verano. Insustituible!

Eran las siete de un atardecer helado. Garuaba sin parar desde hacía días y estábamos tirados en la cama, tapados con una manta. Con la alacena vacía, nuestro almuerzo había sido de una tristeza sin igual: arroz blanco, dos huevitos pasados por agua que se explotaron en la cacerola y unos cafés instantáneos con sacarina como postre. Cosas de domingo de lluvia.
– ¿Ahora qué te comerías? Le pregunté a mi marido todavía envuelta en el desaliento de nuestro menú pasado.
– No sé… algo rico, que me levante el ánimo… ¿vos?
Yo no lo dudé. Lo venía soñando hacía tiempo.
– Una Coca y un pebete de El Gran Monarca.
Mi cabeza se llenó de repente de aire de mar, de viento de la playa, sentí en los pies el calor de la arena de enero desparramada por los caminos de tablas de madera del balneario, vi el cielo azul, las lonas naranjas o verdes y las sillas de mimbre.
Vi a mi abuela con su vestido azul a lunares blancos, sentada en una de ellas remojando su collar de perlas en uno de nuestros baldecitos creyendo que el agua de mar les devolvería una lozanía que nunca supimos si habían tenido.
Todas las variedades de sandwiches de la infancia aparecieron formando un abanico de exquisiteces, envueltos en sus bolsas crujientes de papel manteca con letras azules, alineados en las canastas que los vendedores ofrecían por la playa.
Jamón tomate y huevo, roast beef y tomate, jamón, choclo y salsa golf, pavita y hasta langostinos con palmitos dentro de los más incomparables pebetes marplatenses que uno pueda imaginar. Hay quienes afirmaban que eran así por el agua de Mar del Plata, o por la harina, o por la levadura fresca o por la proporción perfecta de sus ingredientes. No lo sé, tal vez fuera todo eso o tal vez el efecto de la felicidad de las vacaciones. Prefiero no investigar. Así está bien.
El recuerdo de un aroma o de un sabor nos lleva a recuperar tiempos lejanos. El cuerpo mojado, los labios casi azules de tanto jugar en las olas, los dedos arrugados, la toalla cubriéndonos los hombros y el pelo revuelto, cubierto por diminutos pedacitos de conchillas mientras esperábamos, paradas al lado de la sombrilla de El Gran Monarca, nuestra recompensa: el esperado sandwich de la media mañana.
Héctor Monarca, el fundador, y su hijo Cacho tenían su “cuartel general” en una habitación ubicada en el estacionamiento cubierto de Playa Grande.
Vestidos de blanco impecable, reponían y organizaban las canastas para que salieran perfectas, dejando un rincón para las yemitas de huevo o de dulce de leche acarameladas, envueltas en celofanes. Sus vendedores competían con otras marcas: La Princesa y Eros. Todos buenos, pero nuestro Monarca no perdía la corona así nomás.
Encontrarnos con sus añorados sandwiches año tras año era un ritual de fidelidad que se renovaba cada verano, algo que permanece grabado sin nostalgia, como un recuerdo concreto y perfecto.
Eso y, de más grandes, las jarras de clericó helado con sus cucharas de madera y las rabas de El Pajarito, sentados en sus sillas de colores, sintiendo ráfagas del olor suave del bronceador, riéndonos y escuchando música a todo volumen.
Eduardo se levantó de la cama. Terminó de vestirse, se puso una campera y agarró el paraguas.
– Me voy al super y a la panadería de la vuelta, no aguanto más. No serán los mismos pebetes pero son frescos…ahora yo también quiero. Algo de todo eso voy a encontrar. ¡Esta noche sale pic-nic en la playa!
¿Cuál es tu sandwich preferido?, dejanos tu comentario
Moarca, El Pajarito, años disfrutando esos placeres que ademas eran accesibles. Hermoso recuerdo, gracias.
Soy marplatense y hace mil años me vine a la playa a estudiar y aquí me quedé, pero si algo recuerdo de la playa son los sandwiches el gran monarca y uno en especial: el de choclo, imposible de olvidar.