Pastéis de Belem: el sabor de Portugal

Por Luz Martí

Muchas veces uno recuerda las ciudades por sus comidas y bebidas, y es eso lo que las vuelve únicas.

Las memorias de los viajes suelen aflorar de repente, sin buscarlas, en el momento en que algo inesperado las despierte y las traiga.

Con los sentidos agudizados armamos álbumes virtuales de recuerdos. Los destinados a permanecer no son aquellos recuerdos que creemos elegir como tickets de museos o artesanías del lugar. Son otros, los más valiosos, los independientes de nosotros, los que se imponen por sí mismos, los rebeldes que nos prohíben olvidarlos agazapados en algún lugar del alma.

Así nos acompañan para siempre la morbidez de una manta de cashmere o la suavidad del paño de un abrigo de Max Mara, nos arrulla el sonido de enormes bandadas de palomas batiendo sus alas sobre el escenario del Odeón de Atenas o el canto del muecín despertándonos desde una mezquita lejana en la madrugada, el verde abrumador del trópico, el blanco tembloroso de los abedules salpicando apenas la nieve noruega, el olor de los naranjos en flor de Sevilla o el incienso profundo de las iglesias ortodoxas del Peloponeso.

Y los sabores, esos que, como los de la infancia, quedarán instalados de por vida, exactos, perfectos, con su capacidad mágica de llevarnos para atrás en una décima de segundo y sorprendernos una y otra vez, inevitablemente.

Si existe una ciudad para sentir, ésa es Lisboa. Abierta al viajero para degustarla, para beberla disfrutando cada sorbo, para detenerse en azulejos y fuentes, en la decadencia familiar de sus casas humedecidas, en historias de marinos intrépidos y vientos salobres, para dejarse recorrer a pie, sin apuro.

Así llegué a la pastelería Pastéis de Belém. Un local detenido en el tiempo, de impecables cerámicos blancos y azules y empleados amables.

No lo hice por casualidad, había leído acerca de ese monumento al sabor y de su fórmula de ingredientes y proporciones secretas. Había aprendido que los Pastéis de Belem son únicos, creados por los monjes de Los Jerónimos en 1837 y que los demás, sus copias deliciosas aunque adocenadas, tienen prohibido llevar su nombre y deben conformarse con un discreto y genérico Pasteles de Nata.

Comer un pastel de Belem es entrar en otra dimensión, atravesar un portal de sabores que no hubiéramos juntado nunca como el limón y la canela en una crema suave, parecida a la pastelera, apenas tostada por fuera, cocida al horno dentro de una tarteleta de hojaldre.

En una bolsa de papel me llevé varios para comer por la calle. Comer por la calle de una ciudad que estoy conociendo me resulta un acto de libertad y de despreocupación inmenso. Una alegría difícil de explicar.

Muy cerca, en el Largo São Domingos, también lo sabía, está la licorería A Ginjinha Espinheira que ofrece desde 1840 un guindado especial y delicado hecho con aguardiente, azúcar, guindas y canela, y que se puede tomar a los tres meses de fabricado pero resulta en su apogeo a partir del año.

La combinación pastéis y guindado me alegró el día. Me hizo olvidar el frío y la finísima llovizna que empezaba a caer en esa ciudad que a los diecinueve años me había resultado de una intolerable melancolía y que hoy amaba con todo mi corazón… y me impulsó a seguir caminando por distintos barrios como los tradicionales Alfama y el Chiado.

Buscando la Biblioteca de San Lázaro (1883) descubrí el encanto tranquilo de Arroios, el barrio más de moda y menos turístico de Lisboa: una zona de la ciudad que mezcla el costumbrismo retro con lo hipster multicultural. Ubicado en el interior de la ciudad, Arroios es un barrio obrero y estudiantil que todavía conserva el ambiente genuino de Lisboa.

Caía la noche y llovía fuerte cuando entré a mi cuarto del hotel. En la mochila quedaba, hecha un bollo, la bolsa de la confitería con un premio sorpresa: un pastelito huérfano y medio aplastado que me acompañó dulcemente mientras  planificaba la recorrida del día siguiente por las bellísimas Sintra y Cascais.