El bar de las sombras del vino

Por Marcelo Ruiz

Alguien alguna vez susurró misteriosa Buenos Aires. Y se hizo cierto. Un encuentro ficcionado entre vinos, Borges y otras plumas célebres.

En una ciudad de insondables secretos, lugares jamás imaginados, amores inconfesados, personajes de cuentos nunca escritos y barrios vestidos de leyenda. Recorridos por Macedonio, Mujica Láinez, Marechal, Discépolo y el propio Dolina, erudito en los misterios de Flores. Una Buenos Aires que no todos pueden ver, porque hay que caminarla desnudo de prejuicios, con el alma en la mano y el corazón en el bolsillo de la camisa. Solo así, tal vez, se alcance a descubrir la esencia de su piel de cemento, el silencio a gritos de sus vecinos y las cicatrices del ayer que la marcaron. Y la hicieron única.

Nada es casual. El destino juega con las cartas marcadas. Lo descubrí después, mucho después. Aquella noche que caminaba sin rumbo fijo por el centro porteño con un tango atravesado en la garganta. No recordaba la letra, pero insistía en la pulseada con la desmemoria. Había salido de la pieza húmeda de la pensión barata que compartía en San Telmo con un honesto obrero paraguayo, para alargar la hora de tirarme en la cama y mirar el techo esperando que llegara el sueño. En la esquina de Avenida de Mayo y Piedras lo descubrí. Era un hombre mayor, arrastraba los pasos apoyado en un bastón. Los hombros agachados, el andar lento y la mirada recorriendo las baldosas, como buscando algo.

Me acerqué y dije:

– Disculpe, señor… ¿perdió algo?

El hombre alzó la cabeza, me miró sin verme con sus ojos de agua debajo de sus párpados temblorosos, intentó una sonrisa que sin querer se le hizo mueca y con voz cascada respondió:

– Sí, mi sombra.

Era Borges.

Tardé en reaccionar lo que duró el Calvario de Cristo. O tal vez más. Porque imaginé que por fin me había dormido y me encontraba en la pensión. Pero fue inútil. Eso estaba pasando. Recordé que el gran maestro había muerto hacía como diez años. El hombre descubrió mi recuerdo y aclaró.

– Sí, hace exactamente diez años. De esta vida, porque en la otra solo existe la eternidad. Pero extravié mi sombra y sin ella no hay entrada posible. Por eso la busco… Usted, amable caballero viviente, tiene la suya?

Yo miré a mi alrededor y comprobé que la luz de un kiosco aún abierto prolongaba mi sombra que nacía en mis zapatos y se alargaba hacia el cordón de la vereda.

– Sí, maestro, la tengo.

– Por favor, no me llame así, con Jorge o Jorge Luis, alcanza para más de una vida.

Y sonrió con esa natural ternura que solo les es otorgada a los hombres buenos.

– ¿Entonces, sería tan gentil de ayudarme a encontrar la mía?

– Por supuesto maes…perdón, Jorge Luis.

Acto seguido me tomó del brazo y acotó:

– Vamos, no debe andar muy lejos.

– Sí, vamos.

Avenida de Mayo y el Palacio Barolo

Aferrado a mi brazo caminamos por Avenida de Mayo. Era muy tarde y nadie reparaba en nosotros. El anciano continuaba intentando buscar su sombra en la vereda. Debo confesar que yo hacía lo mismo. Tal vez había entrado en su sueño.

De pronto se detuvo y preguntó.

– Qué calle es ésta?

– Avenida de Mayo, respondí.

– A qué altura?

– Al mil trescientos.

– Entonces estamos cerca del Pasaje Barolo…

– Exactamente en frente.

– Qué maravilla. La gran obra de ese gran hombre italiano, Luis Barolo, que llegó a la Argentina para cumplir con su sueño, construir un monumental edificio en honor al célebre Dante Alighieri, el autor de la Divina Comedia. Esta magnífica obra tiene 100 metros de altura y en su cúpula funcionaba un faro que en noches claras podía ser visto desde Montevideo. Ojalá también pueda iluminar nuestro paso y encontrar lo que buscamos. Creo recordar haber caminado por… San José. Sí, sí, era San José.

– Estamos a unos metros de esa calle.

– Tomemos por ella, amigo mío. Y vaya nombrando las que cruzamos.

El mismo Borges iba acelerando el paso y su entusiasmo a medida que cruzábamos las calles.

– Yrigoyen, Alsina, Moreno, Belgrano, Venezuela…

– Esa, esa es la calle, doblemos por ella, a mitad de cuadra, un edificio muy antiguo, de una sola planta, con una gran puerta de madera…la ve?

– Sí, Borges. Estamos frente a ella. Tiene un cartel que es casi imposible de leer por lo antiguo.

– Inténtelo, por favor.

– Parece decir El bar de…de…

Se le iluminó el rostro y emocionado agregó…

– De las sombras perdidas… Lo encontramos, es aquí. Entremos, sí, sin golpear. Aquí siempre seremos bien recibidos.

Empujé la pesada puerta, le ayudé a trepar el alto escalón y entramos. Sí, ya estábamos dentro de El bar de las sombras perdidas. Traté de parpadear para acostumbrarme a la penumbra del lugar. Y cuando pude hacerlo instintivamente llevé mis dos mano al pecho, creí que el corazón no soportaría tamaño impacto. Sentí la transpiración fría de mi cuello. Las piernas hacían fuerza para sostenerme. Traté de tragar saliva inútilmente. Comprendí que había entrado a otra dimensión. O a la más conmovedora de las locuras. ¿Lo que veía allí era parte de mi esquizofrenia? Estaba a punto de caerme cuando Borges me acercó una silla. El se sentó en otra y así ocupamos una de las  mesas de El bar de las sombras perdidas.

Después de varios minutos, y cuando mis manos dejaron poco a poco de parecerse a las hojas de un árbol bajo la lluvia, es decir, cuando dejaron de temblar, me concentré en las figuras de ese lugar. No eran hombres, ni seres de otro planeta, ni fantasmas… eran sombras. Sombras sentadas hablando entre ellas. Fumando, tomando un vino oscuro, riendo, discutiendo, palmeándose las espaldas, como en cualquier bar del mundo. Pero sombras. De diferentes tamaños, estaturas, tonos de voz…como los seres a los que pertenecían.

Borges inclinó su cuerpo hacia mí y dijo en voz muy baja:

– Como ve, es un lugar muy particular. Donde se reúnen las sombras de los que en vida fueron personas como usted. O como yo hace una década. Durante toda nuestra existencia ellas nos acompañan. Desde el primer día. Hasta un niño que comienza a caminar en la playa lleva atada su sombra que, como él, cae, se levanta, juega con las olas que mueren en la orilla y extiende los bracitos reclamando a su madre. Así, con el esforzado trabajo de ser una sombra, nos acompañan hasta el final del camino. La sombra de un rey, de un capitán de corbeta, de una maestra rural, de un héroe o el peor de los asesino. Las hay rebeldes, como la mía, aquella, en la mesa de el fondo. Hablando –si la vista no me vuelve a fallar-  con un grupo de escritores. Eso sí, en un sitio como éste solo es válido un tema…el vino. Eso las congrega y entretiene. Afine su oído y escuche lo que dice del vino aquella sombra alta, de hermoso perfil, con barba en punta y ademanes delicados. ¿La reconoce? Es la sombra de Shakespeare. Escuchémosla:

– “En mi obra Enrique IV le hice decir a Faistaff, su personaje, que el vino contiene un doble efecto. Primero sube al cerebro, allí se encarga de secar todo lo estúpido y aburrido que hay en torno. Lo vuelve sagaz, ágil, lleno de astucia y exquisitas formas. Luego tales atributos se convierten en un excelente humor. Pero el actor no entendió la profundidad de mi texto. Y hubo que reemplazarlo”.

Todos los que rodeaban la sombra del gran bate estallaron en risa.

– Ahora escuchemos a aquella sombra un tanto obesa, mirada pícara y con una pipa apagada colgando de su boca. ¿Lo tiene? Es otro grande y más acá en la historia: Ernest Hemingway.

“En Europa siempre hemos considerado al vino algo tan normal y saludable como la comida misma. Capaz de brindar felicidad, bienestar y placer. El vino, en mi vida, nunca fue un snobismo ni un signo de sofisticación o cultura. Fue algo tan elemental como alimentarse. No se me hubiera ocurrido sentarme a comer sin una copa –o varias- de buen vino.”

Los aplausos ganaron la mesa.

Borges sonreía con esos ejemplos y advirtiendo que yo me encontraba más tranquilo y hasta un poco fascinado con las intervenciones de aquellas criaturas fantásticas levantó su mano convocando a la sombra que se encontraba detrás del mostrador. Cuando llegó y dijo, ustedes dirán, yo dije naturalmente: un café. El mozo, mejor dicho la sombra del mozo, me miró extrañado y Borges se apuró en decir: no amigo, lo siento, pero aquí solo se toma vino.

Levanté los hombros, como disculpándome y accedí tímidamente.

– Bueno, lo que usted tome, entonces.

Unos instantes después entrechocamos las copas y Borges declamó solemne:

– Por esta aventura que le ruego no comente con nadie, por más íntima que fuese esa persona.

– Descuide Borges, nadie me creería y sospecharían que el culpable de tal delirio es solamente el vino.

Seguimos escuchando las historias hasta que la sombra del barman golpeó con un cuchillo una botella vacía y advirtió:

– Caballeros, es la hora de despedirnos. Acaba de amanecer.

Fue entonces que la sombra de Borges llegó a la mesa con la cabeza gacha y dijo:

– Perdón, Jorge, necesitaba una noche así.

Borges levantó su bastón como para descargar un golpe en su cabeza, pero lo dejó caer y sonriendo dijo tiernamente:

– Vamos, el cielo o el infierno nos espera.

Después se dirigió a mí mientras salíamos a la calle donde el sol ya se animaba, y mirándome con sus ojitos claros y sin vida pronunció la frase que me acompañará por siempre:

– Fue una noche tan maravillosa que ni la eternidad podrá borrála. Gracias por su ayuda. Espero reencontrarlo dentro de muchos, muchísimos años. Adiós, amigo.

Lo vi alejarse. Lo seguía su sombra.

Marcelo Ruiz conjuga tres tareas involucradas en una misma pasión: la creatividad. Con esa pasión Marcelo hace publicidad, escribe libros, y escribe y dirige obras de teatro. 

Fot0s: Unsplash (Anna Onishchuk, Klara Kulikova, Austris Augusts, Nazarii Yurkov, Maksym).

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