Mi amor prohibido

Por Luz Martí

Un día descubrí Sicilia y caí rendida a su pies: Ortigia ti amo.

Las madres suelen imponer sus propios gustos como normas. Nos dicen qué es de calidad y qué es vulgar, nos enseñan a cocinar y a decorar a su manera, nos condicionan en la moda, nos formatean las elecciones en cientos de aspectos y hasta intentan impulsar a nuestros tiernos corazones a enamorarse de quienes ellas consideran los candidatos indicados. Ahí siempre fallan. El corazón no conoce de imposiciones ni de reglas. No razona, se enloquece, pierde el norte, fibrila y se lanza a los más profundos abismos de emociones.

Por mucho tiempo yo fui todo lo rebelde que una chica buena puede ser, amé el noroeste argentino mientras mi madre prefería los lagos y bosques de la Patagonia, preferí mis pintores surrealistas a sus Tiépolos o Guardis, soñé vivir en una ciudad ruidosa y febril contra su campo calmo y serrano. Suplanté su naturaleza por mi asfalto. Me aburrí con su románico y con su neoclásico.

Pero un día, de grande, de muy grande, me animé a darle un disgusto, a elegir lo que ella desacreditaba con firmeza, lo prohibido: me enamoré perdidamente de Sicilia. Elegí el sur de Italia maradoniano frente al refinado norte de Milán y Florencia. Amé las palmeras junto al barroco, el canoli, la casa donde Mario Minitti ocultó a Caravaggio de la justicia, las colinas verdes, los templos griegos, las lagartijas y hasta el calor agobiante de Vigata, el pueblo inventado del Comisario Montalbano.

Siracusa me abrazó, me llevó a su península de Ortigia y no me dejó más. La caminé hasta agotarme por sus calles estrechas y sus plazas. Justo antes del anochecer llegué por el lungomare hasta el Micatú, un bar rústico y canchero a metros del faro y del Castello Maniace.

Se encendían lentamente las luces de la ciudad. En su terraza frente al mar florecían las copas naranjas de Aperol y los camareros reponían platitos con  pequeñas delicadezas para acompañarlo.

Ortigia es caminar por la Piazza del Duomo, inmensa, seca y de piedra amarillenta, es tomar café bajo las sombrillas blancas frente a la catedral que de noche se ilumina con un color como de antorchas, es desear quedarse ahí para siempre.

También es alquilar un bote de piso de cristal para dar la vuelta a la península, navegar y entrar a alguna de las grutas de la costa descubriendo el fondo del mar y que el barquero nos permita tirarnos al agua fresca y transparente, sabiendo que podemos ver y rozar con los pies un mundo de anémonas violetas.

Es dormir como lirones acunados por el silencio y almorzar al día siguiente en L´Isoleta, un bodegón con manteles de papel y las mejores frituras de pescados y pastas que podamos imaginar… en medio del mercado, en el trajinar ruidoso de vecinas del barrio comprando verduras, atunes, dátiles o pistachos, y de proveedores descargando cajones de naranjas fragantes.

Ortigia a ritmo siciliano

Sicilia destila sensualidad. Vista, olfato, gusto, tacto y oído se despiertan a cada momento, se aguzan, se sorprenden, se estimulan.

Si tenemos suerte, podemos sumar a todo eso, una obra de teatro al aire libre. No cualquier teatro, no cualquier obra. Reconfortar el alma retrocediendo en el tiempo y disfrutar de una pieza clásica en el Teatro Griego, con su acústica perfecta. A nosotros nos tocó Edipo a Colono.

Una puesta modernísima, despojada, de iluminación impecable y actores soberbios recitando sus textos sobre dos mil trescientos  años de arena. Un teatro lleno con un público de jóvenes estudiantes que entendió el silencio respetuoso y perfecto que Sófocles y el teatro merecen.

Es cierto que hoy ya casi no quedan demasiados lugares secretos para descubrir, pero también es cierto que los hay inolvidables. Ortigia es uno de ellos.

¿Cuál es tu “ciudad-amor prohibida”, aquella que te enciende los sentidos?, dejanos tu comentario.