La Latina
Googleando di con Amantes de lo bueno… quedé prendada y me animé a escribir sobre el barrio de mis primeros pasos en la vida “independiente”. Aunque no sea en la Argentina, espero que me acepten este relato. ¡Y suerte… Amantes!

En la vida nos toca crecer en muchos sitios. A algunos los elegimos y a otros no. La Latina se nos impuso por casualidad, hace muchos años, cuando yo tenía veintiuno y Madrid no era lo que es hoy en día.
Begoña, la tía de Nieves, una amiga que salía con un argentino, había muerto dejando en sucesión su piso junto al metro Tirso de Molina. Qué mejor oportunidad que cubrir al menos los gastos de comunidad, dándoselo a un grupo de compatriotas de su novio, artesanos, curtidos en el mal vivir y que soportasen ese himno a la juventud que era un quinto piso sin ascensor.
Fue una época en donde las chicas españolas nos enamorábamos de los argentinos, y Nieves y yo no podíamos ser menos… después de pasar un verano en Ibiza yendo de Pacha a Amnesia, bañándonos desnudas en el estanque de un pobre payés que nos alquilaba su casa sin luz ni agua, llenándonos el pelo de olor a humo en Los Pasajeros y ayudando a nuestros amigos a vender copos de azúcar en el mercadillo de Es Canar.
Los muebles de Begoña no alcanzaron para todos: cuatro chicos, un perro, yo y, ocasionalmente, Nieves. Armamos un comedor-taller para que ellos pudieran fabricar hebillas para cinturones con hueso y alpaca, pero a la hora de distribuir las habitaciones no había ni camas ni nada.
En el Rastro compramos los colchones más baratos: unas esponjas gigantes, sin fundas, que cada uno apoyó sobre su cabeza y llevamos en fila, como hormigas con un cargamento de hojas, hasta el número 3 de Conde de Romanones.
Con cajas de madera o cartón resolvimos las mesillas de noche y así estuvo listo el piso. Para la hija consentida de una profesora de historia y un notario de Reus, eso era la bomba.
Cenábamos en un restaurante chino como escondido detrás de otra tienda (algo así como el cuartel general de Los Agentes de CIPOL y su fachada de tinte). Se atravesaba la tienda, luego un patio con tablas en el suelo cubriendo charcos de un agua jabonosa y blancuzca y finalmente se accedía al salón comedor lleno de carteles con leyendas amenazantes como ”prohibido cantar”, “ silencio”, “prohibido tirarse panes”, “no caminar por el salón”… lo que confirmaba que, además de ser odiosos, el lugar tenía mucho más de clandestino de lo que parecía. Pero era barato, las porciones abundantes y a esa edad uno puede comerse una piedra sin problemas, así que devorábamos cerdos y pollos… o vaya a saber uno de qué animales se trataría, pero nos daba igual.
El barrio era simpático y tranquilo y le cogimos cariño. Con el tiempo se llenó de mayoristas de telas, pasamanerías, cremalleras, cosas para confeccionar ropa y bisutería al por mayor. Paso cuando puedo, nostálgica, cada vez que visito a mi hermana que vive cerca, frente al Museo de las Ilusiones (vaya nombre tan conmemorativo de esas épocas).
En los pisos más bajos del edificio, algunos se animaron a poner hostales de una estrella con baños compartidos y sábanas limpias que los viajeros de “Europa por 10 dólares”, con sus enormes mochilas, ocupaban felices.
Yo buscaba trabajo, pero confieso que me levantaba tarde para revisar el periódico con una amiga, como si tuviésemos todo el tiempo del mundo. Tomábamos café con leche y cruasanes con los pies apoyados en cientos de servilletas de papel usadas, y la cabeza atronada por la voz de la romántica Cecilia, nosotras, las amantes de Led Zeppelin y de Deep Purple.
A esas horas ya no había empleo posible salvo vender enciclopedias puerta por puerta así que nos despedíamos y yo me iba a mi quinto piso inundado por el repelente olor a huesos hervidos que despedía el material de las hebillas.
Solo conseguí un empleo de camarera en el restaurante diminuto de una pareja, en la plaza de Tirso de Molina: Bill, el inglés con pasta y Jacobo, un murciano guapo con veleidades de chef.
La pareja duró poco, Bill se volvió a Bristol, Jacobo se deprimió al no poder enfrentar las cuentas y el sitio se fue a pique conmigo dentro. Volví a casa pensando en ir directo a la cocina a tomar un té para reanimarme.
Dentro del fregadero, desnudo y enjabonado, un amigo de un amigo de otro conocido, se bañaba echándose agua en la cabeza con una taza… mi taza!
Algo me pasó, no sé, me aburguesé de repente, llegaba el invierno, pensé en Reus, en mi edredón de plumas, en mi ducha caliente y en mis amigas de la infancia.
Me despedí de la panda, los chicos bajaron mis maletas, yo invité cañas a todos, brindamos y Nieves me acompañó a Atocha. Supe que unos meses más tarde, todos, como yo, se habían ido.
Rita Oriol Font, nacida en Reus, provincia de Tarragona, es profesora de Historia del Arte y vive actualmente en Barcelona.
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Cuantos recuerdos…este texto me transporta a un barrio vibrante de Madrid, a mi juventud ..hoy sigue siendo un barrio bohemio y castizo…gracias por el recuerdo!
Gracias a vos por compatirlo!
Hermoso relato,deseo que tengas una buena vida y muchos más vibrantes historias 😘❤🤗