El escondido
Cavtat, un pueblito encantador, a pocos minutos de Dubrovnik, guarda tantos secretos que es imposible descubrirlos en un solo viaje.

Los días previos a mi encuentro con Cavtat había atravesado dos experiencias muy duras: la primera, recorrer la ciudad de Mostar, en Bosnia, con las huellas de la guerra de los Balcanes intactas, casas ametralladas, edificios bombardeados a punto de colapsar, y cementerios llenos de flores de seda y fotos de jóvenes.
La segunda, descubrir el extraordinario War Photo Limited, el museo de fotoperiodismo bélico de Dubrovnik, donde se custodia el mejor material de los reporteros gráficos que han cubierto y cubren conflictos armados en el mundo, mostrando en forma de belleza brutal el terrible dolor de los pueblos en guerra.
Necesitaba reconciliarme con el mundo y dejarme amparar por la ciudad de piedra clara y por la naturaleza que me rodeaba.
Me hablaron de Cavtat, a menos de una hora de Dubrovnik, al sur de Croacia y frente al Adriático. Me dijeron que aprovechase la temporada en la que aún había pocos turistas. Me indicaron que tomase el 10. Hice caso.
El 10 no era siquiera un ómnibus, era una especie de combi, un poco más grande, guiada por un chofer que tomaba las curvas del camino sinuoso, alto y angosto con un ímpetu que, o las conocía muy bien o estaba buscando la más indicada para suicidarse con nosotros a bordo.
Para acompañar esa zozobra, alarmada por haber visto nubes grises desde la ventana del hotel, salí vestida como para hacer un tour por Noruega. Muy poco después, el cielo se había despejado por completo y un sol hirviente calcinaba el techo.
Enseguida llegaríamos a Cavtat. Jamás había oído hablar de ese pueblito de tres mil habitantes, fundado por los griegos en el siglo IV AC al borde del mar, bajo el nombre de Epidauro (sí, como su homónima del Peloponeso).
Bajé del bus y ni bien pasé frente a las tiendas de souvenirs que están siempre al lado de cualquier terminal, entré a la primera y cambié el abrigo que llevaba por lo único fresco que encontré: una camisola escocesa, enorme, como un mantel de pic nic.
Era mayo y Cavtat me esperaba desde hacía siglos.
Poquísima gente recorría una costanera serena y arbolada, con barcitos y cafés. Tenía todo el tiempo para recorrer a pie, sin apuro.
Azareros, menta, manzanilla, romero, los perfumes se mezclaban en el aire increíblemente puro, en un sendero que rodeaba toda la península desde donde se alternaban, entre los pinos marítimos, tejados naranja a la distancia, calas turquesa, algún velero y laureles florecidos.
Todo era perfecto. La temperatura, el color, la paz y el canto de los pájaros. Podría haber caminado allí por horas sin cansarme. Cavtat y la primavera se habían confabulado exitosamente para enamorarme.
Volví a la costanera, ocupé una mesa frente al mar y pedí algo para comer mientras miraba un folleto turístico que me había guardado en el bolsillo. Entonces descubrí otra joya escondida, otra joya a punto de cerrar en media hora. Pagué, dejé todo y salí corriendo para no perderme la casa taller de Vlaho Bukovac, uno de los más grandes pintores croatas del siglo XIX.
Faltaban sólo 20 minutos para que cerrara. “¡Por favor! Le prometo que no la demoraré ni un minuto pero déjeme entrar. Necesito ver esta casa. Vengo desde muy lejos”, le expliqué como pude a la cuidadora, con gestos de desesperación y una mezcla incomprensible de idiomas, de los cuales ella parecía no entender ninguno.
Fue suficiente, o le di pena, o miedo… y me abrió la reja que ya había cerrado. La casa era amplia, sólida y fresca, con un patio delantero lleno de malvones y plantas un poco descuidadas. Adentro, además de su estudio bellísimo, Vlaho Bukovac había decorado las paredes con frescos y pinturas que soportaban el clima marítimo como mejor podían.
No es un museo rico, es una casa llena de pasado, de habitaciones con pocos muebles y vivencias guardadas, de ventanas abiertas, de amor a la pintura y a la naturaleza.
Caminé ligero sacando fotos con la voracidad del que sabe que no va a volver y quiere atesorarlo para revivirlo cuando le haga falta.
Finalmente la señora me acompañó hasta la puerta de hierro verdoso, me despidió con una sonrisa y volvió a echar llave. Bajé por la callecita angosta que daba al mar.
Me senté en una escalinata de mármol, me apoyé contra una columna y cerré los ojos. Quise detenerme un momento para dejar que anidase dentro de mí todo lo que acababa de ver y sentir, para guardarlo sin perder detalle.
Volvía hacia la parada de buses cuando llegó otro premio: me topé en el muelle con unas lanchas que hacen el trayecto Cavtat-Dubrovnik. Sin dudarlo me subí a la última del día.
Caía la tarde cuando dejé atrás la ciudad con el viento salado revolviéndome el pelo, para hacer mi entrada triunfal en el puerto de Dubrovnik, surcando el Adriático azul… sintiéndome un personaje más de Juego de Tronos.
Fotos: Luz Martí y Unsplash (Archana Reddy, Dimitri Anikin, Mathew Waring y Hiseny).
Gracias por permitirnos viajar a través de la lectura en épocas de pandemia!
Estos rincones croatas nos alegraron el día.
Muy buen relato!
Lindisimo relato como siempre. Gracias por pasarnos el secreto
Gracias!!!! por hacerme viajar a lugares maravillosos a los cuales nunca podre visitarr!!!!!
Nunca decir nunca…
Me gusta mucho este relato, las descripciones tocan una llave en la imaginación, especialmente al final cuándo la autora busca que anide dentro de ella todo lo vivido y de yapa regresa a Dubrovnik en lancha
Gracias, por introducirme en ese viaje a través del relato y la descripción de ese maravilloso lugar.