Karen Blixen: la ilimitada libertad

Por Luz Martí

“Tuve una granja en Africa, al pie de las montañas Ngong”. Con esas palabras empieza la novela donde Karen Blixen cuenta su vida en Kenya, que dio lugar a una de las películas más románticas del cine: África Mía. Su casa en Dinamarca hoy es un museo.

Karen, que escribió bajo el seudónimo de Isak Dinesen, nació en Dinamarca y, con excepción de los diecisiete años que vivió en África, habitó la casa paterna de Rungstedlund, a 25 km de Copenhague, hasta su muerte en 1962.

Su experiencia africana, riquísima en vivencias y emociones, le acarreó en 1931, dos desgracias que la obligaron a volver a su tierra: la quiebra de su plantación de café y la muerte de Denys Finch Hatton, el amor de su vida, en un accidente con el biplaza con el que juntos sobrevolaban las planicies de Kenya.
Su casa natal es hoy un museo para honrar su memoria y su vida, para dar a conocer sus pasiones como la escritura, el dibujo, la jardinería y los pájaros.

Terminaba la primavera cuando el tren me llevó desde Copenhague hasta Rungstedlund. El mar aparecía y desparecía en las ventanillas, intercalado entre el verde de bosques y algunas casas austeras y sólidas.
Me alegraba haber elegido ese paseo en lugar de otros, más turísticos y llenos de gente. El contacto con un santuario de la literatura y de la naturaleza propone siempre algo mucho más íntimo y conmovedor.
El camino corría al costado de una ruta tranquila. A pocos metros, un cartel indicaba un acceso alternativo a la casa museo de Karen Blixen, a través del bosque. No lo tomé: todas las temporadas de policiales nórdicos que había devorado en la televisión, y que sin duda me habían llevado a Dinamarca, también me sugestionaron a la hora de caminar sola en medio de un bosque desconocido, imaginando peligros acechándome tras los árboles.

La ruta llegaba hasta el mar y hasta el precioso Real Club Danés de Vela y, muy cerca, a menos de tres cuadras, aparecía la casa que su padre comprara en 1879.
Ese fue su hogar adorado y, con excepción de sus años en África, el sitio donde pasó su vida, se entregó con ardor a la literatura y descansa para siempre, bajo un haya.
En la entrada me recibe un acacio florecido, con sus racimos de capullos blancos y un rosal fragante que va dejando caer algunos pétalos sobre un banco.
La casa de la baronesa Blixen es elegante, sin lujos, acogedora y luminosa. Me recuerda, de manera extraña, a algunos chalets de la Mar del Plata de mi infancia.
No más entrar hay una pequeña tienda de souvenirs con libros, lápices y juguetes, y, hacia el otro lado, un café restaurant con mesas adentro y en el jardín y mantas apiladas para cubrirse en caso de que la temperatura resulte demasiado baja para los que prefieran el aire libre.
No puedo creer estar caminando por su casa, que esa mujer, candidata al Premio Nobel de Literatura en 1959, haya paseado por esos mismos ambientes y que todos sus muebles y cuadros y adornos permanezcan intactos, develando sólo parte de una historia, para que nosotros la completemos con nuestra imaginación.
Karen no sólo adoraba decorar su casa con ramos de flores que ella misma armaba, sino que hoy, alguien con un gusto exquisito, continua esa tradición dándole vida a cada ambiente.
Ella era, a la vez, inteligente, políglota, refinada, audaz y libre en extremo.
Me detengo en el comedor con la mesa puesta, la vajilla, las copas y los cartelitos que indican el lugar de cada comensal. Descubro, en la cocina de grandes ventanas al jardín, detalles tan escandinavos como leyendas escritas en las paredes y en los dinteles de las puertas. Pero hay una habitación que me enamora: su escritorio, repleto de recuerdos africanos, lanzas, escudos y máscaras, prolijamente colgados en las paredes, rodeando su mesa de trabajo. La imagino inclinada sobre la máquina de escribir, sin poder detenerse, redactando “El festín de Babette”, el cuento donde una cocinera gana la lotería y decide gastar todo su premio en dar una cena maravillosa e inolvidable. “El festín” forma parte de su famoso libro “Anécdotas del destino”, también llevado al cine y ganó, en 1988, el Oscar a la mejor película extranjera.
Las ventanas de toda la casa son mágicas, desde algunas se puede ver el mar, desde otras, se ven el jardín, el bosque frondoso y un puentecito blanco de madera. Las habitaciones no son demasiado grandes, la escala es perfecta para habitar y para mantener calefaccionada. Los pisos de madera están cubiertos de alfombras y las cortinas apoyan sus delicados pliegues en el suelo. Todo destila un refinamiento sin estridencia y amor por la vida.
No quisiera irme. Me demoro con un café mientras, cruzando la avenida, los mástiles de los veleros se mecen bajo el sol de la tarde. Siento que he tocado un poquito el paraíso.