Instantes efímeros

Por Luz Martí

Fue un solo minuto, no mucho más, en Marruecos casi en el límite con Argelia. Un minuto intenso que se recuerda toda la vida…

Los días previos me habían llevado a lugares desconocidos, a dejarme invadir por la incertidumbre deliciosa de no saber bien adonde estaba, de devorar todo con ojos desmesurados para entender más, para recordar después.

Atardecía cuando llegamos al hotel de adobe en medio del desierto a pasar la noche. Al día siguiente saldríamos antes del amanecer a lomo de camello, a hacer una travesía por las dunas. En el albergue había muy poca gente, apenas algunos turistas como nosotras, y hacía frío. Antes de que nos entregaran la llave de nuestro cuarto esperamos en la terraza, abrigadas, tomando té de menta mientras sonaban, hipnóticos, los tambores bereberes de un grupo de hombres que tocaban como en trance. Afuera, a nuestros pies, desorientados bajo la luz de los faroles, filas de alacranes cruzaban el piso.

Comimos algo simple, probablemente un cous cous con verduras y algo de carne de oveja, que a pesar de sus largas horas de cocción delataba el sabor salvaje de los animales viejos.

La noche nos deparó la primera sorpresa: el inesperado sonido, en medio del desierto, de gotas de lluvia sobre el techo de algo parecido a un plástico cubierto por cañas. Cinco minutos. Después, el más profundo silencio y un esbozo de claridad que se veía en la ventana alta y sin vidrio.

Dos golpes suaves en la puerta nos despertaron a la madrugada. Nos levantamos,  nos vestimos enseguida y yo abrí la puerta del pasillo. El pasillo era rústico, ancho y fresco, de barro arenoso amasado con hojas de palma, como el resto del hotel. Farolitos de hierro oxidados con restos de velas apagadas colgaban del techo: una enramada de palos de laurel a través de la que se filtraba, débil y fantasmal, una luz que nunca supe si era de luna o de las primeras del día.

Miré, inmóvil: por el corredor en penumbras, con el piso cubierto por gruesas alfombras de lana, aparecieron de la nada tres hombres. Tres turbantes, tres túnicas azules que se cruzaron sin hablarse ni hacer el menor ruido. Una coreografía perfecta, de sombras fantásticas, que sin siquiera rozarse tomaron distintos caminos y desaparecieron.

Supe después que eran los camelleros que iban a preparar sus animales para la travesía. Supe también que me resultaría inmensamente difícil transmitir ese momento tan sutil en el que nos damos cuenta de que estamos participando, sin haberlo imaginado, de algo maravilloso y efímero. Un momento inquietante donde no existe la razón, donde somos sólo cuerpo y sentidos y memorias que se agolpan y que necesitamos guardar, como sea, aterrados ante la idea de perderlo para siempre.

Me fue permitido ver esa escena y hasta hubiera podido participar de ella interrumpiéndolos o preguntando algo a riesgo de quebrar la magia. Afortunadamente no lo hice. Hubiera sido un atrevimiento imperdonable. Ese solo minuto fue un regalo que bastó para develarme la esencia más profunda de un lugar y de un pueblo.

Fantasiosa e inspirada por la lectura de los viajes de exploradoras como Freya Stark y una cantidad de mujeres que se internaban en Africa y países como Siria, Arabia y Afganistán a principios del siglo XX para descubrir lugares peligrosos e inaccesibles, no me cambiaba por nadie. Yo iba a trepar al camello como ellas, iba a dejarme subyugar por los mismos escenarios, aromas, temperaturas y sensaciones y a deslizarme por un mar de arena rojiza antes de que el sol subiera mientras el lomo del animal se balanceara suave y plácido, pisando la arena finísima que se colaba entre los dedos de sus patas, llevándome.

Flotaba en el aire una especie de neblina agrisada que se disipó de repente y el sol asomó atrás de una duna enorme marcándole todo el contorno con una cresta de oro para empezar a subir tan rápido que nuestras sombras fueron un tiempo inmensamente largas y angostas para desvanecerse de a poco, por completo, al bañarnos una luz plena, dura y blanca que hacía desaparecer el tiempo y borraba el horizonte.

El mundo era nada más que cielo, un atronador silencio y un oasis minúsculo perdido entre olas naranjas. Los camellos avanzaban, imperturbables, hundiéndose en la arena caliente, mis piernas rozando el tejido rústico que cubría la montura y mi espíritu volando libre a merced de la sorpresa y del encantamiento. Todo lo demás sobraba.

¿Alguna vez viviste un instante así?