El magnetismo de las ruinas

Por Luz Martí

Descubrí el Hotel Viena de Miramar de Ansenuza, que estuvo sumergido en la laguna de Mar Chiquita. Un lugar  que encierra historias fascinantes.

Confieso que en materia de viajes hay imágenes que tienen la capacidad de obsesionarme por conocer lugares extraños, estén donde estén.
La foto del Hotel Viena de Miramar de Ansenuza, sumergido en la laguna de Mar Chiquita fue una de ellas. Haber leído que, además, se llegaba hasta allí en bote desató mi fervor expedicionario y mi curiosidad a un punto de no retorno.

Ya, de por sí, los hoteles, hospitales y grandes edificios abandonados me producen una fascinación incontenible.
Entrar en habitaciones vacías, atravesar corredores que no se sabe a dónde llevan, encontrar muebles destartalados, cunas cubiertas por el óxido de años, descubrir, envueltos por telarañas sutiles, utensilios viejos iluminados por rayos de sol puntuales, imaginar lo que esos ambientes fueron en su momento, lo que allí pudo haber pasado…

Todo se transforma en el escenario de un cuento misterioso. La ruina vuelve a recuperar su trono como imagen icónica de la pintura romántica del XIX, llevándome a un territorio mágico teñido de elementos pasionales que hablan de la soledad y de la nostalgia.
Córdoba no está lejos. Y Miramar de Ansenuza quedaba a sólo a 160 Km de donde me alojaría. Encontré quien me llevase y se plegara, en parte, a mi aventura.
Lo primero que hicimos fue llegar hasta el hotel que, para mi desánimo, ya no está sumergido pero aflora, con su estilo racionalista de los años ´30, rodeado de palmeras pindó, en toda su bella destrucción, mirando al agua.
Nos recibió el azul intenso de la laguna que, entre los árboles que bordean el camino de tierra, apareció frente a nosotras como un océano invitante, inmenso, poblado de flamencos.
El Hotel Viena fue construido por la familia Palkhe entre 1940 y 1945 para ofrecer baños termales de aguas y barros beneficiosos para los enfermos aquejados de dolencias como las pulmonares y asmáticas sufridas por la misma Sra. Palkhe y los problemas de piel como la psoriasis que padecía su propio hijo su hijo, Máximo.

Los Palkhe eran alemanes, accionistas de la compañía de acero Mannesmann, que durante la Segunda Guerra fabricó los cañones de los tanques Panzer, y no escatimaron esfuerzos, dinero ni tecnología para construir su hotel de lujo.
Tenía ochenta y cuatro habitaciones e instalaciones con el confort más moderno de la época: ascensor, calefacción y aire acondicionado, usina eléctrica, vehículos acuáticos y la famosa “Torre del Viena”, su altísimo tanque de agua que funcionaba como mirador de la zona.
Cerró oficialmente en el ´47 y reabrió esporádicamente a partir de 1962 mientras declinaba a causa de robos y saqueos por falta de cuidados y de mantenimiento.
La gran inundación de 1977 que arrasó parte del pueblo, tapó el sótano, rompió parte importante de la mampostería y debilitó los cimientos hasta dejarlo inutilizable.
Inspeccioné el perímetro alambrado y encontré un hueco por el que entrar. Necesitaba descubrir más, ver parte de lo acumulado con el tiempo, objetos cotidianos en desuso, de distintas épocas y orígenes que juntos forman el adn que guarda la historia del lugar.
Caminé pasillos descascarados, abrí puertas de pequeños cuartos atiborrados de muebles de otras décadas, visité salones vacíos con la marca de la inundación en sus paredes y las ventanas, sin vidrios, abiertas al viento salado.
Atrapada por su magnetismo quise verlo también desde el agua, seguir mirándolo, apreciarlo desde otro ángulo, en toda su imponencia.
La única forma era subir a la lancha de turistas que hace el paseo de una hora. Nadie quiso acompañarme. Fui sola y participé con el resto del pasaje de una experiencia del mejor surrealismo latinoamericano: al mismo tiempo que descubríamos un espejo de agua interminable que, sólo alimentado por tres ríos dulces, concentra tanta salinidad que ha perdido toda su fauna de peces, avistábamos bandadas de flamencos descansando al sol, sobre una sola pata entre árboles petrificados,  impávidos ante el ruido del motor, o nos topábamos con los restos del trampolín de una pileta olímpica sumergida, emergiendo solitario, como un periscopio, en medio de la nada.
El guía turístico, como sus colegas de todo el mundo, no paraba de hablar y de contar anécdotas, afanándose en impresionarnos con números que nadie recordaría jamás: porcentajes de kilómetros cuadrados, de metros cúbicos, cantidades de especies desaparecidas, censos de habitantes y comparaciones con otras lagunas del planeta, mientras que desde un altoparlante sonaba, a todo volumen, un tema de Patricio Rey en su versión cuartetera.
No importaba. Nada de eso podía hacerle sombra a la imagen emblemática del Hotel Viena, solitario, monumental, altivo y ruinoso, erguido al borde del agua, bañado por el oro de los últimos soles de la tarde.