Cotillón de lujo

Por Luz Martí

Es un personaje multifacético, su mundo secreto es un disparador de fantasías… Los llevo de la mano a recorrerlo.

No hace falta ir muy lejos para hacer un viaje de descubrimiento, lo que es un gran recurso para una pandemia. Los invito a seguirme en el mío: un tour en dos barrios y tres etapas: empecé explorando un galpón en Chacarita, pasé a conocer un departamento en Retiro y terminé entrando en la florería más exótica y sofisticada que haya conocido.

Todo del mismo dueño: Gerardo Acevedo. Un artista refinado y silencioso que se desborda en ambientaciones voluptuosas de tamaños inimaginables y en creaciones obsesivas pensadas para deslumbrarnos por unas horas.

Él logra hacernos sentir dentro de un libro de cuentos, plagado de medusas fluorescentes, plantas carnívoras, floripondios de pétalos desmesurados y libélulas gigantes que vuelan o navegan por los techos de salones de fiestas.

A Gerardo le gusta – y no le ofende – llamar a sus ambientaciones  “cotillón de lujo”, aunque su última aventura, la florería La Gracia, no lo sea, y también lo sepa.

Entré al galpón antes de que él llegase a nuestra cita. Un chico con delantal de cuero y careta de soldador levantada me abrió la puerta.

– Pase señora, Gerardo está llegando. Dé una vuelta si quiere, mientras tanto.

No había terminado de decir esa frase que yo ya me encontraba hiperventilando al borde del éxtasis, tratando de elegir a qué entrepiso subir primero por las distintas escaleras o cuál de las puertas misteriosas abrir en ese lugar laberíntico lleno de estructuras inmensas y resabios de fiestas pasadas, como si pudiese pasearme por el depósito de materiales de una Escola do Samba (fue lo primero que se me ocurrió como comparación) o hubiese entrado a escondidas a espiar la próxima colección de trajes de Lady Gaga.

¿Cómo hacés para saber todo lo que guardás acá?
Es que no lo sé, dice riéndose. En realidad cada tanto me doy unas vueltas por todos estos cuartitos para refrescar la memoria, sobre todo cuando tengo algún laburo por delante, porque en este trabajo hay que reciclar mucho. Yo mismo me sorprendo con lo que encuentro, agrega Gerardo mientras revisa atento unos mostradores aún sin terminar.

Hay baños en desuso, atiborrados de arañas de caireles que reflejan los rayos de luz que entran por las claraboyas iluminando como un caleidoscopio las paredes descascaradas, cuartitos oscuros llenos de flores de seda y plástico,  ramas y troncos pintados de blanco, falsas algas de papel celofán de colores apoyadas contra estructuras de hierro oxidadas, rollos de telas, luces y hasta una inmensa cabeza de Medusa sin sus “pelos-víboras” que tal vez anden todavía por ahí, convertidos en otra cosa.

Si existe un lugar que desata la imaginación y el deseo de crear, es ése. Si hay un trabajo que yo nunca podría hacer por mi paciencia nula y mi poca capacidad para calcular las proporciones de un espacio, también es ése. Pero para Gerardo todo parece fácil, diversión, juego.

En su departamento arma y guarda lo que vende en su “florería”, ubicada a menos de cien metros de allí, en la misma vereda de la iglesia del Socorro. No es una novedad que las florerías vendan flores o plantas, pero él no está dispuesto a que todo sea tan simple ni tan fácil ni tan convencional. Flores y ramos hay, pero su fuerte está en algo a lo que ni siquiera podemos ponerle un nombre.

¿Cómo llamaríamos a una obra donde se combinan palos, plumas, perlas, piñas, hilos, cuentas de colores y espinas de acacio? ¿A un objeto bello que no puedo definir ni encontrar en otros negocios parecidos?: ¿Esculturas naturales? ¿Joyería botánica? O nos ponemos más exquisitos, locos y snobs, y  las bautizamos Natural ready mades. No lo sé. Pero pasen y vean. Después me cuentan.

Fotos: Luz Martí

Si tenés una historia secreta para contar, escribinos a hola@amantesdelobueno.com