Y todo empezó ese día…

Por Miguel Daschuta

Recibo un llamado de un amigo que me dice: ¿te gusta pescar, te gusta la naturaleza… me estoy yendo para el norte, a Corrientes… por qué no te venís con tu hijo? No lo pensé dos veces. Hace tiempo que quería hacer un viaje con mi hijo mayor, son ideales para fortalecer la relación.

Si preferís escuchar el relato en la voz de Pelusa Suero, dale play.

El programa era prometedor: cuatro días de pesca en Paso de la Patria, con un buen guía, una linda posada para descansar y un clima prometedor. Y sobre todo, tendríamos tiempo para charlar con mi hijo, ahondar en temas que en la vorágine del día a día se escapan.

No lo pensamos dos veces. Con muchas preguntas, con mucha ansiedad y con mi hijo mayor, armamos nuestro equipaje “profesional” (gorras, protección para mosquitos, equipo de pesca y vituallas)… y allá fuimos.

Aterrizamos en el aeropuerto Fernando Piragine Niveyro y desde allí nos llevaron en auto hasta nuestro destino final.

En la ruta, mi hijo y yo, como dos chicos, ya empezábamos a emocionarnos por la “aventura” que se avecinaba… Y eso que todavía no habíamos visto lo mejor: el Río Paraná, ese río inmenso, entre la costa argentina y la costa paraguaya, en el que nos esperaban un montón de experiencias…

Dejamos nuestro equipaje, nos sacamos la ciudad de encima y en mucho menos tiempo del que imaginábamos ya estábamos en “modo pescadores”, subidos a una lancha y dispuestos a disfrutar…

Salimos del poblado, navegamos un rato largo, y empezamos a sentir otras miradas: caserones, chozas, correderas de agua, árboles secos derribados en las costas que sobresalían peligrosamente, camalotes que corrían a la deriva bajando hacia el Río de la Plata… chicos jugando a la vera de la orilla, con zapatillas viejas o descalzos… perros por todos lados, vacas, caballos, algunos yacarés, víboras, monos…

Entramos en riachos, en lagunas, varamos en bancos de arena, bajamos en islas y comimos a la sombra de algunos árboles… O en mesas de rancho: carne o pescado con tomate y cebolla, chorizo, queso y dulce, alguna manzana… Y pan, pan casero al horno de barro.

La charla, muy simple: ¿cómo está la pesca ?, ¿qué sacaste?, ¿lloverá?… Luego, descanso necesario (el sol obligaba)… y a la lancha otra vez.

La arena era dorada y el agua, increíblemente transparente. Entramos en el curso de la corriente, haciendo camalote, es decir dejándonos llevar… con las manos en la caña, tensos, esperando el pique, sintiendo a la morena moverse en el anzuelo, como tentando al pez mayor…

Y de golpe, susto, salto, grito, emoción, risas… ¡tenés un pique, dice el guía, esperalo!

El pez empieza a moverse con desesperación por quedar libre, pero no se la hacemos fácil… En el encuentro de fuerzas, el tironeo hace que el animal salte…

Es un dorado grande el que nos hace gritar (obviamente): ¡un dorado! El guía asiste: ¡trabajalo, no dejes que afloje el nylon!, ¡llevalo de un lado a otro… en sentido contrario al que quiere ir!… mientras juega con el motor para ayudar al novato.

Y ahí empieza otro juego: aflojar y recoger.

No lo dije antes, pero el que ligó pique es mi hijo. El dorado eligió al novato. Pero el novato sigue instrucciones, afloja el nylon del reel y trae, afloja y lo tiene… No hay forma de que se separen, se cansan ambos pero están “juntos”. El tema es traerlo al borde de la lancha, cansado, vencido…

Dice, decimos, ¡qué aparato!, ¡10 kilos!… Y el Tigre del Río está ahí, mansito, hermoso, después de no menos de 4 saltos y 35 minutos de lucha.

Lo subimos entre dos a la lancha, temblorosos, en medio de aplausos, felicitaciones, fotos… un debut extraordinario… Luego sabremos que no siempre el resultado es tan bueno. Suerte de principiante, decimos.

Y a partir de ese momento, empieza otra aventura, tal vez la más importante: la de acariciar al pez pescado, quererlo y hasta besarlo en la despedida…

Más fotos y… dorado al agua, movimientos de recuperación y a seguir viviendo en su hábitat.

Nunca habíamos tenido la oportunidad, hasta ese momento, de sentir tamaña emoción. Nuestra experiencia eran mojarritas, bagres y patís de medio o 1 kilo, en el Río de la Plata, pescados con cañita, corcho y anzuelo. Ah, también alguna corvina en el murallón de pesca de Mar del Plata. Y pejerreyes en alguna laguna o en los bajos del temor… Pero esto, al menos para nosotros, eran palabras mayores.

Emprendimos la vuelta cansados, felices, disfrutando de un atardecer maravilloso… Habíamos vivido un día intenso, pleno, memorable…

Un día que, para nosotros, sería el principio de un nuevo mundo.

Fotos: Unsplash

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