Un barrio, la vida

Por Marcelo Ruiz

Las calles son a una ciudad lo que las venas al cuerpo de una persona. Por ellas corren las esperanzas, los milagros, los sueños y la vida misma. El Barrio es el corazón que late al ritmo de nuestros sentimientos. Y nos enseña a caminar derechos. Nos identificamos con él y lo llevamos como un escapulario en el pecho. Nos identifica, nos marca y nos acompaña aún cuando lo dejamos. Porque el Barrio sabe “que siempre estamos volviendo” como dijo alguien que le puso música y sentimiento a su esencia de cielo en la tierra.

Samuel Brustein llegó a la Argentina con una pequeña valija. Adentro llevaba muy poca ropa, dos libros y la foto con su mujer en el puente Carlos IV sobre el río Moldavia, donde se habían conocido. Edith, embarazada, se había quedado esperándolo en un barrio pobre de Praga.

En el bolsillo, Samuel llevaba un ajado papelito con una dirección en el Once. Llegó después de mucho preguntar. Pasteur 350, Joyería Don David.

El negocio permanecía cerrado por ser domingo, pero al tocar el timbre la puerta de al lado se abrió como se abrieron de par en par los brazos de su tío para arrojarse en un abrazo tan emocionado, fuerte y duradero como lo mucho que se habían extrañado.

Después el anciano lo llevó de la mano por el pasillo que desembocaba en un patio  de ajedrezado de baldosones blancos y negros. Detrás, una vieja pero confortable casa de dos pisos y varias habitaciones.

Samuel vivió en lo de su tío David, quien lo amó como a un hijo. Aprendió mucho de él trabajando en su joyería con ahínco. Cocinó para su tío los platos tradicionales de la cultura judía, lo obligó a tomar media hora de sol todos los días en el patio, lo abrigó en invierno, lo acostaba y le hablaba de Israel todas la noches, hasta que el anciano se dormía y después volvía a la cocina a escribirle a Edith largas cartas que invariablemente terminaban diciendo “falta menos, mi amor”.

Cinco años después, al morir su pariente, Samuel se hizo cargo del negocio. Siguió trabajando muy duro otros tres años.  Le iba bien. La gente lo quería y lo respetaba. Muchas parejas se casaban con los anillos que él les entregaba “a pagar cuando pudieran”. Ya era parte del Once. Un mediodía cerró el local y se encaminó hacia el puerto a esperar a su mujer y sus dos hijos. Era hora.

Si bien Edith le había escrito sobre la notable similitud de los gemelos, la sorpresa de Samuel fue tan grande como el barco que los había traído.

Los niños eran increíblemente parecidos. Más aún, idénticos. Como uno desdoblado en dos. Un espejo repitiendo la misma persona multiplicada en tamaño, color de cabello, de ojos, de manera de caminar, de forma de moverse y hasta en el tono de voz. Iguales en esa manera de sonreír incómodos ante el padre que acababan de conocer a sus ocho años.

Saúl y Elías. La naturaleza revelando su caprichosa esencia. Esa primera noche, Samuel se quedó largo rato viéndolos dormir.

Cuando volvió al comedor dijo: “Hasta la misma manera de respirar… También sueñan lo mismo”.

Ella confesó que muchas veces no había podido diferenciarlos. Y otras había amamantado doblemente a uno hasta que el llanto del otro aclaraba el error.

Samuel rió por primera vez en muchos años. Después tomó la mano de Edith y se dirigieron al dormitorio para amarse con pasión primero y dulcemente después, cuando ya amanecía.

Al otro día, temprano, Saúl y Elías corrieron al patio. Saltaron en un pie sobre las baldosas blancas y negras. Descubrieron  los macetones gigantescos. Los faroles erguidos como guardianes en cada esquina. La fuente seca. Los rincones debajo de la escalera. La Santa Rita tapizando de flores púrpuras la pared más alta. Y más allá la frontera de la calle y sus sonidos.

Dos días después se asomaron al barrio. Creyeron estar en un cuento. La marea de los transeúntes, los insólitos colectivos, los gritos, las bocinas, los vendedores ambulantes y el ritmo vertiginoso –especialmente- de los autos negros de techo amarillo. Cada día fueron avanzando cuadra a cuadra en la aventura de un mundo nuevo.

Un domingo llegaron al único espacio verde entre los negocios callados y los altos edificios dormidos. La Plaza Houssay. Allí descubrieron que chicos como ellos corrían desaforados y se empujaban a las carcajadas detrás de una pelota. Les pareció fantástico ese juego y sin darse cuenta también empezaron a perseguirla. Hasta que, cansados todos se sentaron en una larga fila en el cordón de la vereda.

Hablando, sin entenderse las palabras, solo comprendiendo la risa que les causaba el idioma extraño. Chicos iguales a todos los chicos del mundo que al siguiente domingo llenaron el patio ajedrezado de la calle Pasteur. Invitados de esa y todas las tardes, aplaudiendo cuando a las cinco aparecía doña Edith con la fuente llena de galletas de matzá, kuchen de quesillo, strudels, kreplaj o las deliciosas tostadas zwebak. Para después seguir con el juego más apasionante, descubrir cuál era Saúl y cuál Elías. Algo imposible ante la inexistencia de alguna mancha, un lunar, un signo, un detalle que los diferenciara.

En una oportunidad, al caerse jugando en el patio, Elías acusó una herida en la pierna. Esa misma tarde Saúl tomó un cuchillo y se produjo idéntica marca en la rodilla. El juego siguió ante el desconcierto ajeno. La misma cicatriz los acompañó mucho tiempo.

Una mañana, tres días antes del Bar Mitzvah de los pequeños, un vecino encontró al señor Brustein muerto junto a la fuente. Una pieza vencida en el tablero del patio.

“El corazón”, dijo conmovido el doctor Davidovich, amigo de la familia.

Desesperación, llanto, incomprensión y la tristeza clausurando la niñez de Saúl y Elías. También el patio se cubrió de sombras desde aquel día.

La señora Edith vendió la joyería primero, alquiló algunas habitaciones después y bordó vestidos ajenos más tarde.

Aún así, las deudas se acumularon como los suspiros de la mujer que no se resignó nunca a la ausencia de su marido.

Saúl y Elías decidieron salir a trabajar. Sin dejar el estudio, decretó la madre. Obedecieron.

Aprovecharon el parecido y uno de ellos se empleó como mensajero en el Correo. El otro concurría al secundario. Alternadamente. Un día cada uno. Era tal la semejanza que nadie podía descubrir la alteración cotidiana de roles y lugares. Ni profesores ni compañeros de oficina percibían la diferencia.

Así crecieron y salieron adelante. La juventud fue una circunstancia feliz.

Se hizo tan natural en ellos la vida común que hasta aprovecharon para salir con la misma mujer en varias oportunidades. Los celos no encontraron espacio entre los hermanos y sus coincidentes sentimientos. Sus aventuras amorosas se multiplicaron por dos.

En cuanto a ellas, ni siquiera en la cama notaban el cambio. Y se asombraban de la virilidad del que creían uno solo. Esa capacidad amatoria sumada a la simpatía y respetuosa cordialidad demostrada, hacía que la dama de turno se enamorara perdidamente. Llegado ese punto, indefectiblemente, Saúl y Elías dejaban que una moneda al aire determinara cuál de ellos encaraba el adiós. Sin sospecharlo, la mujer abandonada sólo sufría una vez.

No descuidaron los estudios. Terminaron el secundario y se siguieron turnando en las clases de la facultad de Ingeniería. Cuatro años después sólo dos materias los separaban del título. Demoraban el momento. Solo uno podría recibirse.

Tampoco dejaron el Correo. Ya eran Jefe de Sección. El sueldo alcanzaba para los dos. Y se lo entregaban entero a doña Edith que lo administraba con prudencia.

Una tarde de verano, acodados en el murallón de la Costanera Sur, vieron pasar un barco recortado en el horizonte. Ni se miraron. No hacía falta. Acababan de cumplir veinticinco años. Empezaba otra vida.

Dos semanas después se embarcaron en un carguero asiático y durante los siguientes diez años recorrieron el mundo, enviándole puntualmente a su madre un dinero que ella no alcanzaba a gastar.

Volvían cada seis o siete meses llenos de regalos y caricias para su madre. En el patio, junto a la fuente callada, los tres tomaban mate. Habían aprendido a hacerlo.

En uno de esos regresos encontraron a su madre muy avejentada. Ya casi no salía de su habitación.  Julia, la muchacha que la cuidaba, estaba muy preocupada por su salud.

“La tristeza”, dijo en aquella oportunidad el doctor Davidovich.

Saúl y Elías hablaron esa noche. Una vez más coincidieron. El próximo sería el último viaje.

Para Elías lo fue. Una tormenta en el Mar del Norte se lo tragó para siempre. Saúl se quedó con media vida. Una parte de él también se perdió entre las olas gigantes, la niebla y el mar helado. No comió ni salió del camarote hasta llegar a Buenos Aires.

Después de abrazar a su madre le dijo que Elías volvería al día siguiente. Unos trámites en la aduana lo habían retenido. Así lo había planeado en el viaje de regreso. Y así lo hizo.

Con la ropa cambiada visitó a su madre como si fuera el otro hijo que volvía. La abrazó más fuerte. La vio tan viejita. Durante todo el tiempo Saúl mantuvo la actuación. Con la excusa de tener ambos que trabajar en el barco, la visitaba en nombre de uno y otro.

Una tarde ayudó a su madre a trasladarse con esfuerzo y sentarse frente a la ventana. El otoño se deshojaba en el patio. Mientras Saúl extendía las sábanas y acomodaba las almohadas la escuchó decirle bajito: “No sé con cual, pero muy pronto me voy a encontrar con tu hermano”…

Murió esa misma noche. Saúl lloró por los dos.

Tiempo después Saúl retomó los estudios, se recibió de ingeniero y se empleó en una compañía petrolera. Su trabajo lo llevó a Europa. Visitó Praga. Allí, sobre el puente Carlos IV, conoció un atardecer a Irene.

Volvió a Buenos Aires con ella, embarazada de gemelos: esos dos rubiecitos, tan iguales, que están allí, jugando en el patio ajedrezado de aquella casa de Once.