La experiencia cuenta
A los 66 años acaba de ser nombrada Coordinadora de Desarrollo de Fondos del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Una vida rica en experiencias.

A los sesenta y seis años, Graciela Antognazza estrena puestazo, me recibe y guía hacia una de las salas del MAMBA mientras charlamos. Le pregunto cómo llegó hasta allí. La respuesta es un conmovedor descubrimiento acerca de sí misma, de un largo recorrido del que, con el tiempo y la actividad, se va perdiendo perspectiva. Poner en palabras el propio camino suele sorprender.
Esta trabajadora incansable y buscadora tenaz, madre de cuatro hijos y abuela cuatro nietos diseminados por el mundo, fue estudiando y acumulando saberes para tejer una trama propia que siempre rinde frutos.
Su primer deseo fue convertirse en antropóloga, motivada por la curiosidad constante acerca de quiénes somos y de dónde venimos.
Hija de un médico, de repente optó por la Instrumentación quirúrgica en la que trabajó descubriendo, de manera extraña, al ser humano desde otro lugar.
La maternidad le absorbió muchos años de tiempo completo dedicada al cuidado de la familia y a algunos trabajos en distintas ONG pero sus búsquedas personales continuaban y la necesidad de una carrera universitaria sobrevolaba como una asignatura pendiente.
¿Cuáles eran tus intereses a la hora de elegir una carrera?
Podría decir que giraban en torno a tres ejes: el servicio hacia los demás, la sanación al otro y el arte, por su interés en lo humano y en lo creativo. Pensé que las tres podían encontrarse en una carrera con el arte como común denominador por la capacidad de éste de transformar la vida de las personas. Me inscribí en la UBA y me licencié en Artes.
También te dedicaste a la gestión cultural y al fundraising con éxito. ¿Sentías que no era suficiente?
Me fue bien y pude sentir por primera vez que, por mis propios medios, formaba parte de una causa y eso fue muy importante. Pero seguía buscando algo más, sobre todo porque en ese momento hubo un quiebre en mi vida: a los cuarenta y cuatro años me separé. Necesitaba respuestas a todo lo que me estaba pasando. Pero entonces decidí explorar conocimientos menos tradicionales.
¿Por dónde fuiste?
Primero fue la astrología, donde desde la primera clase sentí que “había llegado a casa”. No hablo de predicciones y horóscopos, hablo de una herramienta de conocimiento muy profundo que ayuda a llevar luz a la conciencia y a dar lugar a la intuición. Años más tarde estudié coaching que me entrenó en la escucha atenta y sanadora del otro y de mí misma.
¿Qué hiciste en la pandemia?
Acababa de jubilarme y, con el impulso de hacer algo para ayudar a transitar ese momento de tanta incertidumbre que todos pasábamos, me animé a tirarme una vez más a la pileta: organicé un Círculo de Mujeres gratuito, por zoom. Fue una experiencia riquísima donde veintidós mujeres nos acompañamos y compartimos experiencias e inquietudes sin juzgarnos, a lo largo de varios meses, una vez por semana.
En todos tus trabajos pareciera que tu especialidad es facilitar la conexión de las personas entre ellas y consigo mismas. ¿Lo sentís así?
Me gusta verme como una tejedora de lazos, o redes de ayuda.
Hablando de redes, más tarde lanzaste “Hay una vida después de los 60” tu blog en Instagram y Facebook. ¿Qué te motivó a hacerlo?
La jubilación es un quiebre en la vida y compartir la certeza de que hay muchas buenas maneras posibles de vida a cualquier edad y que debemos aprovecharlas y permitírnoslas me parece importantísimo. Todo tiempo es precioso y hay que honrarlo.
Y de repente te convocan, a los 66 años a una experiencia laboral como la del MAMBA. ¿Qué se siente?
Yo ya había sido llamada para otra gestión anterior y no había quedado. En ese momento me encontraba muy enfocada en la astrología y el coaching y me tomó por sorpresa. Me encanta. Yo soy la mayor del museo y estoy rodeada de gente joven con distintos saberes y puedo aportar el cocktail de los míos. Es un gran desafío y confirma que no hay edades para emprender lo que nos gusta.
Se hace tarde. Tengo que despedirme. Esta chica que siente a la naturaleza como un refugio, que conoció el mar a los trece años y que a los sesenta se tatuó una loba como símbolo de su resurgimiento y amuleto para perder el miedo y rescatarse a sí misma, tiene que irse.
La mujer que inventa y concreta y cuyo trabajo gira en torno a muchas maneras de ayudar, tiene su bolso listo para pasar el fin de semana al aire libre, remando y tirándose al sol, en el pasto, mientras su cabeza hilvana ideas y posibilidades nuevas.
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