Orgullosa de mis raíces

Por Luz Martí

Llegamos a la estancia La Genoveva vestidos de fiesta. Nunca una ocasión lo había merecido tanto por todo lo conmovedor que descubrí esa noche, por la posibilidad de completar partes de mi  historia familiar de inmigrantes italianos.

Juan y Genoveva con su prole en 1907

Hoy, cuando ya no quedan “mayores” para contarnos la historia, cuando esos “mayores” somos nosotros, sentimos un día, de repente, la responsabilidad de transmitir el legado familiar a las generaciones más jóvenes, antes de que se pierda.
Hace poco se festejó el casamiento de un sobrino en la mítica estancia familiar: La Genoveva, en Cabildo, provincia de Buenos Aires.
Reunidos allí estábamos parte de los descendientes de Juan Biocca y de Genoveva Eugui, abuelos de mi madre, que en 1882 se instalaron como pioneros en esa zona árida y ventosa cerca de Bahía Blanca.

Cabildo, cercano a Bahía Blanca

Para llegar viajaron en tren hasta Azul y desde allí al pedazo de campo que habían comprado él y su tío Vicente a muy bajo precio. Argentina necesitaba poblar la tierra deshabitada, ubicada del otro lado de la famosa Zanja de Alsina, a merced todavía de los malones.
El viaje desde Azul tardó catorce días, con el agravante de un río Quequén desbordado y peligroso que debieron cruzar en sulky y en carro manejados por Genoveva y por Juan. Cuatro caballos iban adelante y otros cuatro empujando desde atrás para que no los llevara la correntada.

Festejando el cumpleaños de Genoveva (1912)

Al llegar, dividieron la extensión en dos partes y cada uno la llamó a su precaria estancia con el nombre de su mujer:  Vicente la llamó “La Catalina” y Juan, “La Genoveva”.
Era agosto y no puedo dejar de imaginar el viento helado soplando en ese páramo, en el peligro inminente de ataques de los indios y en el coraje casi inconsciente de esos jóvenes de veinticinco y veintiún años que vivieron en su carro, como en un actual motorhome, con sus dos hijitos mayores  (tuvieron ocho más) y un hermano de ella, hasta poder levantar su rancho de adobe y cavar un pozo para el agua.

Dos habitaciones, un baño afuera y un sótano para esconderse de los Pampas fue, por varios años, todo lo que tuvieron. Con el tiempo quedó claro que el temor a los indios debió haber calado hondo en la bisabuela Genoveva porque de muy mayor, cuando sus recuerdos empezaban a desdibujarse, recomendaba siempre a los hijos y nietos que iban a visitarla, que no salieran a la calle porque “podría agarrarlos el malón”.
Juan era un italiano del norte, testarudo y enérgico, que,  en desacuerdo con la anexión de Lombardía a Austria se embarcó para Buenos Aires donde vivía su tío Vicente, dueño de un almacén de ramos generales en Barracas. Los comienzos fueron duros como los de casi todos los inmigrantes.

En esa época empezó a visitar a la familia Eugui, vascos españoles radicados en San Vicente, y se enamoró de Genoveva, su hija.
Junto con su tío, se mudaron a San Vicente. Juan se casó con Genoveva el 15 de diciembre de 1877, aún cuando el padre de ella esperaba algo mejor para su hija.
Juan aprendió tareas rurales y con sus ahorros compró pocas hectáreas y algunas vacas con las que armó un tambo y empezó a repartir leche y quesos en los pueblos cercanos mientras Genoveva plantaba las cinacinas que dividían los corrales.
Tiempo después Juan agregó a sus actividades la compraventa de lanas, cueros y sebos.

La gran familia Biocca reunida en Bahía Blanca en 2001

Después de vender todo y de instalarse precariamente en La Genoveva, volvió a la venta de huevos, leche, leña y queso para Bahía Blanca y, poco a poco, fue comprando caballos para sus carros y ovejas para esquilar.
En 1888 volvieron a San Vicente para escolarizar a sus hijos. Luego, los dos mayores, Juan Manuel y Vicente, se instalaron en el campo para administrarlo.
Trabajando de sol a sol, compraron vacas y construyeron la casa que hasta hoy usan sus descendientes, y que, durante la fiesta del casamiento de este verano, lucía encantadora, con sus palmeras centenarias en el jardín y adornada con luces de colores.
La carpa inmensa, las mesas, la abundancia, la música, los molinos de un parque eólico vecino tan SXXI, eran señales de que este tiempo es otro, pero no por eso la familia ha dejado de honrar la memoria de lo que esos pioneros lograron, llegando hasta hoy sin perder su acervo, mejorándolo y manteniéndolo con trabajo y esfuerzo.
Agradecidos nosotros a ellos y ellos, imagino, orgullosos de nosotros, sus descendientes (una familia llena de Juanes y de Genovevas), al vernos bailar, festejar y brindar felices a metros de su primer ranchito que se conserva impecable, con inmenso amor, convertido en museo familiar.