Mi querido Alfredo

Por Mari Pi

Durante años soñé con una casita con jardín y perros corriendo por el verde. La llegada de Alfredo fue una sorpresa inesperada para la familia. Aquí la historia.

Mi árbol y yo, Salvador Amor

Soñar con tener un espacio verde, aire puro, silencio y mascotas, ¿es aspiracional?

Mi respuesta es sí, por ser una persona criada en la premisa de que el mejor jardín es un gran espacio embaldosado y las mascotas están mejor cuidadas en el negocio donde las venden.

¿Cuánto tiempo me llevó lograr mi sueño? Mucho, fue en 2007. Ese fue el año en que nos mudamos a nuestra casa actual, una casona con un lindo jardín y dos perritas para disfrutar con nosotros del silencio y el aire puro.

Con el correr de los meses, años y múltiples consejos, algunos contradictorios, y sobre todo observándolo y cuidándolo, el jardín y yo nos entendimos. Hoy es un espacio que “me pide” mucha dedicación, me muestra con brutalidad mis errores (murieron cinco plantas de jazmín y cuatro azaleas por ponerlas en lugares estéticos, pero no aptos para su existencia), pero también valora mis aciertos devolviéndome vistas hermosas de atardeceres y amaneceres, flores y frutos de colores, texturas y aromas que componen momentos de placer, satisfacción y alegría.

En 2009 los cuidados del riego estaban estandarizados; las torpezas de las perritas, contenidas y la batalla contra los yuyos, las hormigas y las plagas recurrentes, empatada.

Se podría decir que ya era “mi jardín”. Hasta que, un yuyo dejó de serlo y se dio a conocer como una planta de mora. Fue algo mágico, porque en mi jardín se cerraba un círculo de vida natural. Ahora el desafío era cuidar esta nueva vida que entraba en nuestro corazón como lo hacen todas las primeras experiencias.

Alfredo, que así se llama nuestro árbol de mora, nació entrelazado en el alambre tejido de la cerca que compartimos con Horacio, nuestro vecino. Pasó el invierno protegido y rodeado por la madreselva y el jazmín del país. Nosotros cuidamos que no lo asfixiaran. Creció rápido y con fuerza, entendimos que ahí se quedaría.

Cuando llegó la primavera, nuestro jardinero, con mucha paciencia, destejió todo el tramo del alambrado para liberarlo de sus ataduras sin perjudicar a las enredaderas protectoras y lo trasplantó a una cómoda maceta para que pasara el verano y el otoño.

Llegó el nuevo invierno y Alfredo, más grande y robusto, pasó de su maceta a ocupar un lugar en el jardín, con buenas expectativas de progreso. El lugar fue elegido estratégicamente al final de un declive, que aseguraba la llegada del agua, y también estaban aseguradas las abejas que eran atraídas por sus vecinos, el macizo de rosas y las palmeras datileras.

Desde ese día fue un mojón referente entre el sector de la huerta y los frutales, y el jardín. Cada trabajo de jardinería que se encaraba se definía por la posición de Alfredo… si era antes, después o cercano a Alfredo.

No sabíamos si viviría y si lo estábamos cuidando bien, si florecería y si daría frutos. Solamente sabíamos que teníamos un árbol propio, nacido de una semilla y que había llegado a su tercera primavera y ahí fue cuando Alfredo nos sorprendió otra vez, floreciendo y dando frutos. Fueron pocos, pero nos parecieron lindos y ricos y lo más importante nos mostró su color: era un árbol de moras negras.

Aprendimos muchas cosas sobre los árboles de mora. Ese aprendizaje fue el resultado de recibir y contestar comentarios contrarios a cultivar árboles de mora. Intentaron mostrarnos lo inconveniente que era tener un árbol de mora. Para cada crítica encontramos una respuesta positiva. Nos dijeron que el árbol de mora atrae orugas, que es sucio, porque mancha todo sobre lo que caen sus frutos, que las moras negras son insípidas, y que es un árbol común y silvestre. A esto último siempre nuestra respuesta es “Alfredo es nuestro árbol de moras negras”.

En todos estos años no vimos orugas, ni cerca de Alfredo ni en todo el jardín. Es verdad que las moras negras manchan donde caen, pero la mancha desaparece cuando se lava, al terminar la temporada de moras. También es verdad que las moras negras no son dulces, como sí lo son las blancas, pero eso es una ventaja porque con las moras negras se puede hacer una confitura y también se puede poner como ingrediente en una preparación salada.

Alfredo siguió creciendo y muy pronto la cantidad de moras que nos regalaba superaba la matriz de consumo diario: en el desayuno, como postre con crema, en tartas los domingos o congeladas para la salsa del pavo de Navidad. Siempre los dichos y refranes salvan los relatos y aquí aplica “tenemos tanto como para hacer dulce” y eso hicimos, con una receta simple de tres ingredientes, sin conservantes y sin secretos.

Desde el 2011 todos los noviembres, salvo los años de poda, Alfredo comparte con los pájaros y con nosotros sus moras negras. Son dos cosechas diarias de moras maduras que se transforman en dulce en el mismo día, y esta generosidad nos permite, cuando llega diciembre, compartir kilos de dulce con familia, amigos, vecinos e invitados.

Es mucho trabajo, es verdad, pero es una tarea que hago con placer y que me permite obsequiar algo hecho por mis manos, pensando en lo bien que la pasarán los que coman nuestro dulce de mora negra. Nuestros “clientes frecuentes” casi siempre devuelven los frascos vacíos para recibir y disfrutar, al año siguiente, más dulce de mora negra casero.

Dos comentarios finales: se preguntarán por qué nuestro árbol se llama Alfredo… porque es así como se llama nuestro jardinero, el que lo salvó del alambre y nos ayudó a cultivarlo…

Si me mandan un mail a mariapi@tea.org.ar puedo mandarles una foto de Alfredo y también la receta del dulce.

Fotos: Unspalsh