Las puertitas del Dr. X

Por Luis Seoane

Sonrió discretamente cuando nos saludamos y prestó atención mientras le contaba que había tenido un infarto, que desde entonces llevaba un stent y hacía vida normal, tomando los medicamentos con una disciplina de la que no era consciente de tener hasta que empecé el tratamiento.

Le tentazioni del dottor Antonio, Boccaccio 70

No recuerdo muy bien cómo llegué hasta él, seguramente alguien me lo recomendó. Necesitaba un buen cardiólogo en Madrid y él atendía en uno de los mejores hospitales privados de la ciudad.  Miró los electrocardiogramas con detenimiento, me tomó la presión, me pesó y auscultó durante un buen rato.  Cuando creí que faltaba sólo que me hiciera las recetas y fijáramos fecha para una nueva visita, me sorprendió contándome algunos detalles de la etapa que compartió con Favaloro durante una especialización que había hecho en Estados Unidos.  Luego, fue haciendo anotaciones en mi ficha hasta que comenzó con algunas preguntas más personales.

Le conté que hacía siete años que había desembarcado en Madrid y que vivía solo desde hacía dos, despues de un romance largo y turbulento con una italiana, que me había dejado maltrecho.

—¿Y no ha vuelto a formar pareja?.

—La verdad es que se me fueron las ganas —respondí sin dudar.

Amablemente trató de darme un poco de coraje para que lo volviera a intentar. ¿Recuerda aquella película de López Vázquez, la de la cita bíblica: No es bueno que el hombre esté solo? —preguntó.

—Bueno… al menos yo creo que me las arreglo mejor que López Vázquez —dije, no muy convencido de mi respuesta.

Indagó un poco más acerca de cómo hacía un hombre de mi edad “para relacionarse… usted me comprende, ¿verdad?”. Le expliqué que había descubierto una plataforma de contactos en Internet dedicada a eso.

—¡Hombre, lo de toda la vida pero por la Internet! —reaccionó.

Aclaré que no se trataba de prostitutas, sino de mujeres que querían encontrar pareja, acompañantes, alguien para tomar algo, tener sexo o “lo que surja” (expresión muy usada en estas redes). Algo pasó a partir de ese momento, porque ese señor de guardapolvo blanco, engominado a prueba de bombas, tan atildado y discreto perdió su empaque y apoyando los codos sobre el escritorio, con una sonrisa pícara me propuso: Cuénteme cómo es eso.

La segunda vez que lo visité con los resultados de los análisis que me había pedido, respetó el protocolo de la revisión médica y cuando terminó, me comentó que quizás convenía colocarme otro stent de manera preventiva, nada urgente, aclaró.  Igual mi cara de preocupación debe haber sido lo bastante elocuente como para que insistiera en que se trataría de una intervención precautoria, nada para inquietarse.

Luego de eso, se apoyó en el escritorio y me preguntó sonriendo:

—¿Y… cómo anda todo?

—¿Todo qué?

—Lo de las chavalas, hombre.

Aquella vez empecé a comprender que a ese señor, apenas unos años mayor que yo y tan diferente a mí, que yo le compartiera alguna de mis aventuras lo arrojaba inmediatamente a un mundo de fantasía más propio de un adolescente que de un hombre maduro.  Uno realmente desconoce lo que se anida en la imaginación del otro y se trata de algo tan íntimo que solo somos capaces de admitirlo frente a nosotros mismos, y no siempre.

Mientras le narraba mis escasos éxitos y abundantes fracasos, cada vez con más impudicia de mi parte, él se reía, tutéandonos a esa altura y disfrutando como un niño.  Y cuanto yo más insistía en aclararle que eran más las veces que pateaba al arco que las que hacía un gol, él se negaba a admitirlo diciéndome:

—¡Quita ya, hombre! Si tú eres un argentino gamberro.  Vosotros comenzáis a hablar y bueno, bueno…

Habrá sido en mi siguiente visita o en la que vino después, que interrumpió mi relato.

—Déjame que te cuente algo.

Entonces, en un tono casi confesional, me contó que estaba casado desde hacía más de cuarenta años, que tenía seis hijos, no sé cuántos nietos y un matrimonio “que hemos llevado adelante lo mejor que hemos podido”.  Tomó aire y sin quitar los codos del escritorio ni apartar su mirada de mí, continuó:

—Me he casado a los veintiuno y la única mujer con la que me he acostado en mi vida ha sido la mía —hizo una pausa—. Imagínate, familias muy católicas, de mi parte una hermana monja y otro hermano cura… Además no era tan sencillo en aquella época, ¿sabes?  Tampoco me he atrevido a… Nunca me ha llamado la atención ir de putas.

No escuché un tono de resignación en su voz, fue algo diferente, quizás lo que nos sucede a cierta edad cuando empezamos a pensar, inútilmente, qué hubiese sido de nosotros si hubiéramos…

La tarde que finalmente me hicieron la nueva angioplastía, estaba yo en la camilla listo para la intervención, cuando él apareció por encima de mi cabeza para anunciarme que estaba todo listo y que empezaríamos en cualquier momento.

—Espera —dijo— que quiero presentarte a alguien.

Unos minutos después apareció con otro médico.

—Él es Oscar, el responsable de la sedación, es un compatriota tuyo, es de Rosario. Oscar, te presento a Luis. ¡Porteño y gran follador!

Quise aclarar que no era así, que simplemente hacía lo que podía, cuando podía, pero el enfermero ya empujaba mi camilla hacia el quirófano y sentí que no valía la pena aclarar nada.  Por más que hablara, jamás dejaría de ser ése que él había decidido que yo fuera.

Mientras esperaba para adormecerme, pude oír que le explicaba al anestesista rosarino lo del sitio de contactos en Internet y exageraba alguna anécdota de las que había compartido con él.

Hoy, cada vez que regreso a Madrid, lo visito y me recibe con la misma cordialidad de siempre. Con su peinado irreprochable, un par de arrugas más en su cara y, para variar, ninguna en su guardapolvo. Sé que en algún momento me preguntará “por las chavalas”.  También dirá: ¿Te he dicho que anduve dando vueltas por esa página de la que tú me hablaste? ¿Cómo era que se llamaba? Y ¿sabes qué? Creo que no es para mí.

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