La siesta de los principes

Por Luz Martí

Volver a la casa donde transcurrió la infancia es un regalo inigualable, esas caricias que nos regala la vida.

La Siesta, by Los Caligaris

Tengo sesenta y un años y voy a dormir en casa de mi madre después de siglos. Fue la casa de nuestros veraneos donde ella ahora pasa largas temporadas. Voy a acompañarla unos días para que no esté sola. La idea no me hace demasiado feliz porque me he aficionado a mis propias camas, a mis almohadas, al peso exacto de mis mantas, a la intensidad de la luz de mi velador. A esta edad no es de extrañar…

Llegué temprano, desayuné en el Oviedo, compré omeprazol en la farmacia, saqué un poco de plata del Banelco y hasta pasé por la oficina de Correos porque a ella le encanta recibir cartas, aunque hoy, con suerte en la casilla solo hay cuentas. Casi todas sus amigas se han muerto y los más jóvenes de la familia le mandan saludos desde sus teléfonos celulares al mío o al de mi hermana para que retransmitamos.

Estoy cansada porque pasé más de diez horas en un ómnibus sacándome y poniéndome abrigo porque el chofer nunca pudo graduar el aire acondicionado. Dormí poco. Antes viajábamos en el Rayo de Sol, comíamos pollo con papas al horno en el vagón restaurante y, ya en Córdoba, combinábamos con otro tren que nos dejaba en Villa Allende.

El golf de Villa Allende

Ahora un taxi atraviesa calles arboladas, bordea el club de golf y me lleva hasta la calle Derqui. Almorzamos ensalada en la cocina y después de ordenar todo cada una se va a su cuarto a dormir una siesta. Es verano. Voy a dormir en el cuarto que fue mío y de mi hermana desde los dos años y que está prácticamente igual a cómo era entonces. Me recuesto en una cama angosta que era para nuestras amigas invitadas. Debo considerarme una invitada: es mi casa y no lo es.

Creo que voy a caer como muerta en cuestión de segundos, pero no. Me pregunto cuánta gente de mi edad tiene la posibilidad de volver no sólo a la casa sino  a la habitación de su infancia después un tiempo lleno de mudanzas, reformas, ventas, remodelaciones, redecoraciones, de un maremoto de cambios que acá parecen no haber existido.

MI dormitorio

La ventana está abierta con su cortina corrida. Creo que la tela de la cortina era otra, que esta es más moderna, que alguien se la regaló a mamá y ella las usó para reemplazar las viejas, para asegurar la frescura. Sobre la mesa de luz descansan varios números de la revista Paris Match de los años ´70, con artículos remarcados en birome. Me detengo en los avisos de los Renault 4, de Total, del lavavajillas Sun. Todo me lleva hacia atrás, hasta la luz tamizada y amarillenta que me envuelve.

Afuera se oyen chicharras y, más lejanas, abejas. Entra un olor dulzón – el mismo de siempre – a peperina, a hinojo, a pasto seco. Algunas construcciones nuevas  tapan un poco las sierras que se veían desde mi ventana, pero ahí están, iguales, azules.

Pienso en las casas que cambian, en la imposibilidad de muchos de volver a visitar esos lugares míticos de la infancia, de la adolescencia. ¿Quiénes lo consiguen?  Poca gente conserva sus casas tantos años, menos aún sin renovarlas. Las familias se achican, se desarman, y las mudanzas se imponen llevándose en minutos los recuerdos de todo lo que pasó entre esas paredes.

Será normal, me imagino, mientras bajo un pie hasta el suelo fresco de mosaicos calcáreos. Los muebles malos se rompen, las telas de poca calidad pierden el color y se deshilachan, a los falsos bronces se les van las pátinas y quedan cubiertos de manchas.

En este cuarto todo está casi igual, cubierto de la misma fina capa de tierra que los vientos depositan sin pausa sobre todas y cada una de las cosas. Un conjunto de muebles heredados vaya a saber de quién, sin demasiada gracia pero sólidos y prácticos. Bronces y cobres macizos. De repente se me cruzan imágenes de castillos franceses, de esas enormes casas de campo venidas a menos que sus dueños conservan y desde hace un tiempo abren al turismo para poder mantener (indudable  influencia de las Paris Match).

Allí también hay muebles sólidos, un poco desvencijados, cuadros, tapicerías y candelabros, en habitaciones intactas para que, verano a verano, los descendientes vuelvan a ocuparlas y a vivir en una opulencia pasada pero llena de huellas, de sus huellas. Un tiempo mágico que les sirve para pertenecer de nuevo y reconocerse en sus  linajes de familia.

Demás está decir lo infinitamente lejos que está nuestro “chalet serrano” de todo ese glamour de Life, con sus escasos cien años, sus cuadros de medio pelo, sus puertas discretas y  sus adornos simples.

Pero el lujo de esa siesta desbordada de recuerdos y sensaciones, de tiempo recobrado, será el mismo para mí que para los franceses. Solo ellos, los condes, los príncipes de Francia, y yo, en nuestras camas, en silencio, oyendo, oliendo, instalados como polizones en el tiempo al que ya no se vuelve, lo sabemos.