El facha en Mataderos

Por Marcelo Ruiz

Se lo discuto a cualquiera. Buenos Aires no tiene nada que ver con ninguna ciudad del mundo. Es única. Personal. Distinta. Ni mejor ni peor… diferente. ¿Por qué? Porque está habitada por seres irrepetibles. Personajes prófugos de una novela de Conan Doyle. O de un dibujo de Oesterheld. O de una película de Almodóvar. O de un poeta como Manzi.

Buenos Aires es un libro de cien capítulos, llamados Barrios. El lugar adonde volvemos aún sin regresar. Eso sucede cuando lo sentimos como propio, nos identifica y nos viste de nostalgia. Por haber nacido de su vientre. Por haber dado los primeros pasos en sus veredas. Por haber jugado a la pelota sobre su empedrado. Por haberme enamorado de la piba de enfrente. En cuatro palabras: por enseñarnos a vivir.

En mi caso, fue Mataderos. Mi lugar en el mundo, cuando el mundo me hizo un lugar. Amé sus calles, sus esquinas y su gente. Cómo no quererlo si allí conocí a la gente más rica, no por casualidad, la más pobre. Sí, allí, justo allí, en la esquina de Alberdi y Tonelero se levantaba El Gato Escaldado, bolichón perpetuo en el límite exacto entre mi niñez y la adolescencia. En su umbral nos sentábamos después del picado para escuchar como en misa lo que allí adentro hablaban los mayores que los sábados volvían de la siesta. Así conocí a El Facha. Personaje que llevo desde siempre en el bolsillo interior de mi recuerdo.

De aquel hombre, bien vestido, mejor peinado, de gestos amables y sonrisa franca, nadie sabía nada. Llegó una tardecita moribunda, saludó con amable gesto a los cuatro o cinco parroquianos de siempre que le devolvieron el saludo, se sentó en la mesa de la vidriera y pidió una ginebra mientras los hombres siguieron hablando de fútbol y mirando disimuladamente al recién llegado. En un momento, aprovechando uno de los pocos silencios que brindaba la charla, el hombre desde su mesa preguntó: “Disculpen la intromisión, caballeros, ¿pero a qué hora se juega mañana el partido?”. Alguien contestó: A las cinco, contra Boca.

El recién llegado pareció pensar un instante y acotó solemne: “Partido difícil, si los hay, pero suele suceder en estas circunstancias que la adversidad incentiva a los que menos tienen que perder y agiganta las posibilidades de un Chicago que se caracteriza por su fuerza moral y, obviamente, la pierna fuerte en cada jugada”.

Se produjo en los siguientes segundos el silencio que provoca el desconcierto, hasta que el Tano Siacca dijo: “Maestro, no quiere sentarse con nosotros?”. Ante la invitación, el recién llegado respondió: “Si no me vuelve a llamar Maestro lo haré con el mayor gusto”, mientras tomaba el vaso de ginebra recién servido por el mozo y se sentaba por primera vez en la mesa de aquellos hombres. Hecho que se repetiría todos los sábados durante muchos años.

Lo descubrieron amable, sencillo y de pensamientos sentenciales. Alguien le preguntó su nombre. “De jovencito alguien me llamó El Facha y lejos de creérmelo me gustó el sobrenombre”. El Panza Ramírez insistió en la pregunta y él respondió: “Lo importante en un hombre no es conocer cómo se llama sino cómo lo conocen. En eso radica la persistencia de su involuble esencia y el valor de su integridad”.

Nadie nunca volvió a preguntar su nombre. Como cualquiera podría suponer, tampoco reveló su estado civil, su oficio o dónde vivía. Pero no era del barrio, seguro.

Tito, que un día lo vio subir al 243, dedujo que vivía por Tapiales. Los demás lo tomaron como cierto. Pero el que brindó más pistas sobre el misterioso personaje fue Chicho, el cuñado del dueño de El Gato Escaldado. Pasó a saludar a su pariente y vio al hombre en la mesa donde se había convertido en el punto de atracción del grupo que lo escuchaba como si hablara el Papa. “A ése lo conozco. Dejame pensar… si, ya sé… de las milongas en Flores. Éramos muy jóvenes, de eso ya hace una punta de años. Pero no me puedo olvidar, le decían El Facha. Gran bailarín y parece que mejor para el chamuyo. Todas las noches se llevaba a la mejor mina. ¿Cómo era que le decíamos? El Vareador, eso, el Vareador, todas se lucían en la pista. Y después se iban del brazo. Todos los sábados con una fulana diferente. Mirá vos, pensaba que ya no vivía, pero sigue entero el ñorse.

Al retirarse, Ramón pasó cerca de la mesa y dijo dirigiéndose a El Facha: “Adiós, Maestro”, y se encaminó hacia la puerta. Éste respondió: “Que la felicidad sea su sombra, amigo”. Después se volvió hacia el grupo y agregó sonriendo: “Alguien que no me conoce”.

Pasaron algunos meses y sobre el final del verano comenzó otro tiempo que traería al más desafortunado de los parroquianos del Gato Escaldado y el mundo todo. La peste que no perdonaba y enlutaba familias, pero se ensañaba con los más pobres. Una noche, con la voz quebrada, el dueño dijo: “Lo siento, me obligan a cerrar hasta que esto pase”.

Después bajó la persiana del boliche-bar-refugio y templo, llevó la botella de ginebra a la mesa, sirvió los vasos y tomaron todos en silencio. Lo rompió el Panza diciendo: “Y bue, alguna vez tenemos que morir”. Entonces El Facha agregó: “Morir, morir es cuando los demás dejan de pensar en nosotros”. Levantó la copa y todos hicieron lo mismo.

El Facha sabía que el virus lo invitaba a bailar, abrazados, el último tango. Y así fue.

Marcelo Ruiz conjuga tres tareas involucradas en una misma pasión: la creatividad. Con esa pasión Marcelo hace publicidad, escribe libros, y escribe y dirige obras de teatro. 

Foto: Unsplash (Nico Bhir)