Un viaje inolvidable

Por Alberto Ventura

No importó que él, Theo, hubiera nacido en los Pirineos, más precisamente en la Cataluña profunda, con raíces y lengua cuasi occitana. A partir del momento de su nacimiento, cada 2 ó 3 meses yo viajaba más de 12.000 km de distancia para disfrutarlo. Lo dormía cada noche, primero con música de cuencos tibetanos y más tarde con historias, algunas reales y otras de ficción. Hasta que una noche me sorprendió…: “Yayo” (abuelo en dialecto o idioma aranés/catalán), cuéntame una historia de tu vida”.

Y reaccioné con un recuerdo fascinante de mi amor por la naturaleza, de la cual fue partícipe su madre.

Todos los años cargaba el tráiler con un neumático a motor y salíamos con mi hija adolescente a recorrer en carpa la Patagonia profunda, más precisamente el Atlántico sur. Y un día, en la década del 90, descubrimos una playa mágica en Península Valdés, casi inaccesible. Su nombre era, aunque sin indicaciones visibles, Playa Larralde.

En esa playa vivía un pequeño grupo de pescadores artesanales, los Signorini. Los hermanos hombres salían todos los días a pescar vieiras, mientras que sus mujeres e hijos, en la bajante, pulpeaban. Habían construido una formación concéntrica de camiones y vehículos de la década del 40, totalmente desvencijados y herrumbrosos por el paso del tiempo.

Para pescar navegaban una pequeña y precaria embarcación equipada con un motorcito que bombeaba aire a una manguera de la cual aspiraban, a 10 metros de profundidad, en un mar helado, extrayendo las vieiras. Y cuando lo hacían, insólitamente, las ballenas francas y sus crías se acercaban a ellos. Episodio fascinante que observábamos desde nuestro gomón todos los días, hasta que tomamos coraje y decidimos zambullirnos nosotros también para llenarnos de una extraña y vigorizante energía. Y allí aprendimos que la amplitud de mareas de la zona (el retiro del mar en cada ciclo) era uno de las más amplias del mundo. Y que las ballenas francas poblaban el golfo amamantando a los ballenatos y apareándose en la temporada julio/noviembre.

La maravilla del lugar se complementa en los acantilados y en sus playas: decenas de miles de restos fósiles, de millones de años de antigüedad estaban incrustados en sus costas o rolaban con el oleaje. A la noche nos dormíamos con los cantos de las ballenas, a no más de 50 metros de nuestras carpas y escuchando los tremendos golpes de agua en sus saltos o sus apareamientos, sonidos casi mágicos.

Años después, a raíz de una publicación del diario Clarín en la que informaban en Estados Unidos, que por 10.000 dólares era posible bucear con las ballenas en el sur argentino, el gobierno argentino prohibió acercarse, nadar o bucear con mamíferos marinos y sus crías.

A partir de entonces, en años sucesivos debimos contentarnos con nuestra vieja amistad con los Signorini para embarcarnos con ellos. Cuando mi hija se casó con un aranés, en su viaje de bodas acamparon en la playa Larralde. Según palabras de mi yerno, vio el espectáculo de la naturaleza más fantástico de su vida. Los Pirineos pasaron a un segundo plano en su vida.

Esa noche en la que mi nieto dijo “Yayo, cuéntame una historia”, me hizo prometerle que lo llevaría a conocer tan alucinante experiencia. Y así fue que cuando cumplió 6 años lo llevé a recorrer 2.000 km de la Patagonia atlántica.

El relato no termina ahí, mi nieto convenció a su compañero de clase y a sus padres de conocer playa Larralde, lo que se cumplió en el 2018, con la singularidad de que esa familia occitana era la primera vez que salía del Valle de Aran.

Hoy, que pude regresar al Valle de Aran, el padre del compañerito de Theo me hizo prometerle que volveríamos. Pertenezco a una generación (60/80 años) que ha echado fuera del idioma la palabra “envejecer” porque sencillamente no tiene entre sus planes actuales la posibilidad de hacerlo.

Alberto Ventura es abogado, aventurero, amante de la naturaleza y un generoso contador de historias.

Fotos: Unsplash (Sasan Rashtipour, Aditya Saxena).