De aquellos barros, estos lodos

Por Luz Martí

En el campo siempre llueve en los feriados puente, un relato con mucho humor de un fin de semana familiar.

Callé, preparé el bolso, junté comida como para una estadía en la Base Marambio y subí al auto. Disfrutaríamos como antes y lo mío volvería a ser la madre gallina, limpiadora y nutricia en su máxima expresión, más algo de intemperie y algo de lectura. No estaba del todo mal.

Nuestros hijos fueron llegando por tandas: con la novia, con el amigo, con el perro o con lo que tuvieran a mano. Organizamos turnos de duchas  para el uso del único baño que funcionaba (el otro era un montón de escombros esperando volver a la vida hacía como cuatro meses).

Todo vibraba alegremente en una maratón alimentaria que después del desayuno, seguía por el mate de media mañana, la picada, el asado, el té con scons, el fernet con queso, salame y galleta, las migas de pan por el suelo, la yerba en la mesa ratona, en las mesadas y alrededor del tacho de basura (nunca adentro) y los fideos tapando el desagote de la pileta de la cocina. La lluvia empezó el viernes. La vida se concentró en el living del Gran Hermano: un geiser de ropa embarrada, botas de goma y medias húmedas. Un piso de mosaicos cubierto de pinceladas matéricas y negras como un cuadro de Tápies.

Los caminos se habían vuelto intransitables, los arroyos desbordados como nunca y la alegría inicial era puro resentimiento hacia esa naturaleza inclemente y traicionera.

Los teléfonos empezaron a morir, las velas, a acabarse. La leña seca y los cigarrillos, ni rastros. La comida fresca se iba terminando y los platos no sólo se repetían sino que se combinaban en un desconcertante y muy poco atractivo festival de hidratos de carbono.
Callé. No quise recordarles mis vaticinios. Disimulé mi abstinencia de bar de la esquina, de WIFI, de Instagram y mis ganas de dar por terminada de una vez esa experiencia comunitaria y bucólica.

Igual, me parece que algo de eso sospecharon porque tan buena actriz no soy.