Aquel fantasma…
Hay barrios que tienen magia, misterio, historias secretas que muy pocos conocen, que cuesta creer… pero que vale la pena descubrir.

Mi padre, el Arquitecto Julio Gambetti, era uno de los seres más extraordinarios que me regaló la vida. Los sábados, con la excusa de la limpieza general, mi madre nos invitaba a dejar la casa y así comenzaba la apasionante aventura de recorrer la ciudad de su mano. Mi padre elegía un barrio, cualquiera, y hacia allí nos dirigíamos. A pie, porque él sostenía que era la mejor manera de conocer sus entrañas. De conocer sus secretos. De amarla.
Yo tenía diez años cuando aquella mañana, de la mano de mi padre, comencé a enamorarme de San Telmo. De sus calles aún empedradas, sus casonas congeladas en el tiempo, sus pasillos enigmáticos, sus frentes testigos de la historia emancipante y su gente de andar despreocupado.
Nos detuvimos ante una casona enorme de increíble belleza arquitectónica, con dos patios, un aljibe trabajado en piedra y coronado de hierros eternos, más de quince habitaciones, y una historia espeluznante y muy triste. Así se la había presentado años atrás un tal Francisco.
El hombre había llegado desde La Rioja con su mujer y después de varios trabajos mal redituados y peor trato, le ofrecieron el puesto de sereno en aquella casona… tarea a la que habían renunciado postulantes anteriores con el argumento de que “en esa casa pasaban cosas raras”, como escuchar ruidos extraños, cerrarse puertas solas y escucharse el llanto de una mujer que no se dejaba ver.
Exactamente eso fue lo que sucedió aquella primera noche. El hombre, conmocionado por los misteriosos sonidos, llegó a la mañana siguiente a su casita de Moreno y le relató a la mujer esa experiencia y su decisión de renunciar al trabajo. Ella respondió con una sola palabra: “cagón”. Y después del segundo mate agregó: “esta noche voy con vos. Ahora andá a dormir un poco, negro miedoso”.
Ya se moría la tarde cuando la pareja llegó a San Telmo y él le propuso tomar una ginebra en el bar de la esquina de la misteriosa casona. Se acercó el dueño, tomó el pedido y al traerlo preguntó: “¿así que usted es el nuevo sereno de la casona? ¿Saben la historia que pasó allí hace muchos años?”. Y ante la cara de desconcierto de ambos, relató:
“Aquella casona había pertenecido sobre los finales del 1800 a los Guerrero. Una familia acaudalada cuya hija, Felicitas, de una belleza indescriptible y una viudez temprana, atraía a los jóvenes más distinguidos de la sociedad porteña que la asediaban todo el tiempo. Pero la bella y rica heredera desestimaba esos requerimientos amorosos, enamorada perdidamente de Samuel Sáenz Valiente.
Su primo, Enrique Ocampo, despechado y enfermo de celos la apuñaló la noche del 29 de enero de 1872 en su quinta de Barracas. En ese mismo lugar sus padres hicieron levantar, en honor a su recuerdo, la iglesia que aún lleva su nombre”.
El dueño del bar finalizó el relato con un: “dicen que ella vuelve a su casa todas las noches. Le deseo suerte y coraje, amigo”. Después se marchó a atender a otra gente.
Las dos de la mañana en la casona de San Telmo. La pareja en silencio se pasa el mate y la galleta sentados en una de las habitaciones del segundo patio. De pronto, un murmullo al principio y el nítido llanto de una mujer después, llegan hasta la pequeña habitación. Ella se levanta, se pone el chal de vicuña sobre los hombros, le hace un gesto a él y antes de salir dice: “vos quedate, esto lo arreglamos entre nosotras”.
Baja decidida, cruza el patio, atraviesa el pasillo y descubre en el banco junto al aljibe a la mujer y su llanto. Se persigna, camina y se sienta a su lado. La joven tiene un vestido blanco, largo, con ruedo de puntilla. El pelo, amarillento, cae sobre los hombros flacos, agitados. Los codos sobre las rodillas, las manos tapan su rostro. Su espalda se sacude por el llanto entrecortado. Gira su cabeza, observa a la mujer que acaba de llegar. Lo hace con una mirada lejana desde sus ojos celestes, muy claros, como de agua. Negras ojeras, piel muy blanca, casi de papel, traslúcida en el rostro anguloso, en sus manos largas, también flacas, temblorosas. Habla. Su voz es profunda, grave como un dolor.
– ¿Por qué?, pregunta la joven.
– ¿Por qué… qué?, responde la mujer con otro interrogante. Serena.
– ¿Por qué usted no me tiene miedo?
– Si yo no le hice nada, por qué habría de tenerle miedo.
– ¿Sabe quién soy?
– Creo que sí… la finadita, no?
Cuando la muchacha vuelve al sollozo, ella saca de la manga un pañuelo y se lo extiende. La chica niega con la cabeza pero va espaciando la congoja, aunque sus hombros no dejan de temblar.
– Me la conozco su historia, pero no sé por qué llora tanto. Ni porqué viene acá todas las noches.
– A nadie le importa, dice la joven, como quien pronuncia un desencanto.
– A nadie, no. A usted le importa. Y por ahí, hablar le hace bien.
– ¿Usted quién es?, lo dice sin ofender. Mansamente.
– Otra mujer, responde con simpleza. Y agrega: vine para escucharla.
La joven dirige la mirada hacia el pañuelo. La mujer la capta y se lo extiende. Sus manos se rozan. La de la joven parece de piedra helada. Las manos de una muerta. La mujer se estremece, pero disimula. Retiene la mano de la joven. Ella intenta retirarla pero no se lo permite. Sujeta fuerte la mano blanca de la muchacha.
– Hace frío, declara la mujer.
– Siempre hace frío. De donde vengo siempre hace frío.
– Las tumbas lo son. Pero ahora está acá. ¿Por qué?
– Busco a mis padres. Esta fue mi casa. Aquí pasé la niñez más hermosa. En este patio me enamoré por primera y única vez.
– ¿De su marido?
– No, él fue un buen hombre, un gran doctor. Y yo, apenas una niña. Mis padres decidieron que me casara con él. Acepté, como un juego nuevo. Una aventura. Él me quiso mucho. Me mimaba con cariño y me llenaba de atenciones. Pensaba en mí todo el tiempo. Quería verme feliz. Sospecho que lo fui y que hasta llegué a quererlo. Era mucho más grande. Y se murió. Lo sentí, respeté su memoria, mantuve el duelo, pero un día llegó otro hombre. Buen mozo, elegante, más joven, rubio. Me enamoró… y me enamoré. El corazón me lo dijo. ¿Usted sintió eso alguna vez?
– Sí, pero digamos que el mío no es nada buen mozo, ni elegante, ni joven… y bastante morochito. Pero es mi hombre.
– Entonces sabrá lo que es amar.
– A veces. Pero no importa… siga, siga contando, pide la mujer mientras siente con sorpresa que la mano retenida de la chica comienza a tomar temperatura. Poco a poco parece calentarse entre las suyas. Y aprieta más. Con mucha ternura. Sin comprender el milagro.
La joven sigue hablando.
– No tuve tiempo de decirle a él lo que sentía. Ni él a mí. En el medio, una noche, apareció el cuchillo. El de mi primo que estaba enloquecido. Juró que me amaba. Que si yo no podía ser de él, no sería de ningún otro. Y fue así.
En ese momento la muchacha abre la parte superior del vestido y aparece, negra y brutal, la herida honda como una tumba en el medio de su pecho.
Rompe nuevamente en llanto y sin pensarlo, impulsivamente, la mujer la abraza con fuerza, rodeando sus hombros afilados.
Con voz suave, pero firme, la consuela diciendo:
– Tranquila, tranquila… eso ya pasó niña, pasó hace mucho tiempo.
La joven siente el abrazo, lo sabe sincero. Reconociendo la necesidad de esa caricia en su alma desolada. Después se recompone y murmura.
– Sí, hace más de cien años que pasó. Pero yo necesitaba decírselo a alguien. En aquel momento la muerte no me dio esa posibilidad. Ni a mis padres, ni a al hombre que amaba, ni a Dios. Me fui con ese dolor. Y este frío. Por eso vuelvo. Buscando no sé qué. Pero esta es mi casa.
Sin dejar de abrazarla la mujer comienza a moverse hacia atrás y adelante. Como acunándola. Y dice bien bajito: es hora de descansar. Duérmase, duérmase para siempre mi chiquita linda.
Y comienza a repetir bajito una canción de cuna. La joven cierra los ojos. Están un tiempo largo balanceándose dulcemente. La mujer nota que todo el cuerpo de la muchacha se entibia y comienza a relajarse. Y su rostro, a dibujar una sonrisa apacible, tranquila, hermosa. Sabe que la joven ya está dormida, tal vez soñando. Por eso acaricia sus cabellos, besa su frente y muy lentamente se corre y desliza el cuerpito de la joven a lo largo del banco. Se quita el chal de tejido grueso y lo extiende sobre Felicitas.
Sube a la pieza del fondo. Apenas el hombre la ve entrar pregunta con ojos desorbitados:
– ¿Qué pasó?
– Nada, cosa de mujeres. Vamos, Negro.
Ya aclaraba cuando cruzan el primer patio…
Marcelo Ruiz conjuga tres tareas involucradas en una misma pasión: la creatividad. Con esa pasión Marcelo hace publicidad, escribe libros, y también escribe y dirige obras de teatro.
Foto: Gentileza Unsplash (Rafael Leao)
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Hermoso!!!! Una manera diferente de contar la historia!!! Un recurso literario excelente para enseñar historia a los adolescentes. :
Me gustó el cuento. Conocía la historia de Felicitas Guerrero, su trágica muerte y la construcción de su iglesia, pero fue muy bello imaginar el encuentro entre las dos mujeres.
Bella historia emocionante encuentro. Muy bien descripto donde no falta ademas el humor .
Excelente! Me entibió esta gélida tarde patagónica, muchas gracias 🙏
Me gusto el cuento son conmovedoras
Creo que Felicitas,tomó el cuerpo de la única persona ,que se interesó en ella.Pudo dormir tranquila ,alguien la comprendió y consoló.
El hombre amo a su mujer,en cuerpo y con el alma, dibujado de Felicitas.Ahora,ya no se oirá, ningún llanto de mujer.Hermosa historia.
Está amaneciendo, mientras leo…Las veo abrazadas…Sonriendo.
Muy bueno linda y conmovedora historia muy bien narrada uno imagina la escena muy buena me gusto mucho
Una maravilla la forma y la intencion.
Me situa con facilidad en el lugar y lo disfruto enormemente.
Sergiodragu 30/8/22