Acrobacias en red
Un camino sinuoso poblado de likes, Tinders, influencers y mucho más…

“En un rato te mando las fotos de la visita de los chicos, y cuando tengas un momento charlamos y nos vemos las caras por acá”.
Esa frase que suena tan común apareció en el Messenger de mi cuenta de Facebook. Me la mandaba mi tía de noventa años que vive en Madrid. Es la mejor confirmación de que la tecnología no asusta tanto como parece.
No más botellas con mensajes al mar. No más señales de humo ni palomas mensajeras para los incomunicados. La tecnología es sinónimo de aprender para estar vigente, de recursos que llegaron para quedarse.
Años atrás empezamos habituándonos tímidamente a los correos electrónicos y a las tarjetas de Banelco. Después vinieron el Home Banking, las reservas de hoteles, de pasajes. Abrimos nuestras cuentas en Facebook que hizo su entrada triunfal para encontrar amigos perdidos que se materializaron en el ciberespacio diciendo recordarnos de la clase de Primero superior.
Curiosos y lanzados a la modernidad compramos celulares inteligentes: grabamos audios, filmamos boludeces, sacamos mil fotos y dimos la bienvenida a Whastapp y sus infinitas posibilidades.
Más términos nuevos. Más complejidad. Un triatlón de información, memoria y ganas de comunicar al que nos sumamos para descubrir el encantador y desconocido aprender de los hijos y hasta de los nietos que, con paciencia fueron aggiornándonos en parte para que no los molestásemos más pero también para tenernos cerca, a su manera tan SXXI.
El coronavirus colaboró sentándonos a la mesa de los compradores online y nos puso frente a las cámaras en sesiones interminables de Zoom, mal iluminados y enfocados desde nuestros peores ángulos, con nuestras papadas en primer plano y las miradas perdidas, controlando el funcionamiento de una aplicación desconocida.
Aprendimos y, coquetos, compramos las luces adecuadas, elevamos las pantallas y fuimos los amigos, tíos, abuelos cancheros que, bien iluminados y en foco, saludaban desde el otro lado del mar.
Adoptamos las aplicaciones necesarias para facilitar nuestra vida y fuimos parte de los millones de personas de más de sesenta años que usan redes. No todo era tan difícil y tuvimos tiempo de sobra para practicar.
Nos especializamos en compras online y hasta empezamos a vender nuestros propios productos.
Las empresas públicas o privadas nos dieron su empujoncito obligándonos a salir de la modorra y encarar la autogestión en páginas que no funcionan del todo bien, una pereza inexplicable que tiene su costado positivo: imprimirle a nuestras neuronas un ritmo vertiginoso y saludable.
Instagram irrumpió para modernizarnos aún más. Mucha foto, poco texto, liviandad, velocidad, no tanta polémica, no tanta grieta. Un constante enterarse de tendencias y de vidas ajenas. Influencers, Instagrammers, trend setters…y avisos. Cada vez más avisos. Por algo será.
Pero el Olimpo del contacto humano, para cualquier edad, sigue estando en Tinder y sus pares: ¡qué más puede pedir una persona que acceder a las aventuras del amor, al flirteo virtual, al picoteo divertido, o a la conquista apasionada a cualquier hora, desde el sillón de su casa, en pantuflas, con el pelo sucio, comiéndose una pastafrola con solo haber sabido elegir una buena foto de perfil!
El ser rechazados en vivo y en directo de antaño ha sido reemplazado por un silencio contundente e inequívoco pero más privado… y la esperanza de éxito, por un combo de likes, matches y chats que podemos repartir a tantas personas a la vez como nos alcance la energía. Esta nueva realidad llena nuestras horas muertas y reaviva nuestras hormonas sin empujarnos a demasiados riesgos, al menos en los primeros escarceos.
“Tecnología es juventud” podría ser el lema de nuestro club o, como traduce Google al latín “is technology adolescentia”. Y en eso estamos.
El coronavirus nos obligo a detenernos. Para ayudarnos a utilizar el zoom, y valorar como nos cambio la vida para concernos mejor.💖