La puerta secreta

Por Juan José Millás

En este cuento, el autor español imagina un pasadizo para evadirse del mundo que lo rodea.

Vicente Holgado soportaba bastante bien las humillaciones de la existencia porque no pasaba en realidad más tiempo del estrictamente necesario. Entraba en ella por las mañanas al atravesar las puertas de la oficina donde se ganaba la vida, y salía cuando se terminaba su horario  laboral. Esto no quiere decir que durante las horas de oficina estuviera todo el rato dentro de la realidad, porque lo cierto es que a veces descansaba la mirada en una grieta de la pared, por ejemplo, y se imaginaba que era un insecto de los de cuerpo de estuche que merodeaba por los labios de la grieta hasta encontrar el acceso a una caverna.

Otras veces, mientras sus compañeros se tomaban el bocadillo de media mañana, cogía la lupa y examinaba con ella las esquinas de cualquier documento. Esos fragmentos de papel, amplificados, mostraban  caracteres imposibles de apreciar a simple vista y en los que Holgado esperaba encontrar, tarde o temprano, algún mensaje de interés para la humanidad.

Al salir de la oficina solía imaginar que era perseguido por los secuaces de su  jefe, lo que convertía el regreso a casa en una peripecia de la que siempre salía bien parado, pues era raro que no consiguiera despistar a su perseguidor dos o tres estaciones de metro antes de llegar a la suya. Nunca abría la puerta de su vivienda sin comprobar que  permanecía intacto el trozo de papel adhesivo con el que solía sellarla al salir.

Una vez dentro de casa, se tomaba cuatro o cinco yogures desnatados con una barra de pan y se iba al dormitorio con una bolsa de pistachos a imaginar cosas. Con frecuencia le apetecía imaginar que su jefe, el perseguidor, moría de alguna enfermedad terrible y que él iba a visitarlo al hospital para seguir todo el proceso de deterioro. Pero cuando esta fantasía se prolongaba más de lo debido empezaba a sentirse culpable y se le estropeaba la tarde. Por eso prefería imaginar otras cosas mientras, tumbado en la cama, devoraba los pistachos que resecaban su garganta.

La fantasía que más le gustaba tenía su apoyo real en la pared que había frente a la cama. Allí un cable de la luz insinuaba la forma de una puerta, que para Holgado representaba el acceso secreto a aquellos lugares dictados por su imaginación. Cerraba los ojos, e, incorporándose imaginariamente se dirigía a la puerta secreta, la empujaba y ésta se abría a una estrecha calle de Hong Kong, a una playa del Caribe o a un museo de ciencias, de localización indeterminada, donde había gorilas, cocodrilos e insectos disecados.

Por lo general, el director de ese museo era él, y tenía un despacho en la primera planta adonde acudían científicos de todo el mundo interesados en sus métodos de catalogación de especies. Por alguna razón, los japoneses prevalecían sobre el resto de las nacionalidades, lo que obligaba a Vicente a mantener cierta tensión para que su jefe, que tenía algún rasgo característico de esta raza, no le persiguiese también en el interior de las fantasías. En el museo pasaba muchas tardes; de hecho, al principio no era más que una sala y un despacho, pero con el paso del tiempo las salas se fueron multiplicando hasta el punto de que fue necesario contratar personal auxiliar y nombrar un subdirector que se ocupara de la gestión económica del centro.

Cuando Vicente se cansaba de permanecer en el interior de una fantasía, regresaba por el mismo camino de ida hasta dar con la puerta secreta que daba al interior de su dormitorio. La  abría y  llegaba hasta la cama, donde se encontraba con su cuerpo rodeado de cascaras de pistachos.

Un día hizo el siguiente experimento: imaginó que la puerta secreta de su habitación se abría a su propia habitación; es decir a través de ella llegó al mismo lugar del que venía, con la ligera variación de que lo que en el dormitorio real estaba a la izquierda, en el  imaginario permanecía a la derecha, ya que la relación entre un espacio y otro era especular.

Se adentró, pues, en su dormitorio y vio que todo era igual, pero que al mismo tiempo era distinto en el sentido de que los objetos tenían una relevancia especial, una solidez de la que carecía en el otro lado. Desde su cuarto se adentró en el pasillo, y también allí tuvo el sentimiento de que, sin dejar de ser el pasillo de siempre, poseía la novedad de estar atravesada por una energía que convertía su recorrido en una excitante aventura.

Vicente bajó al portal y salió a la calle: la realidad poseía una intensidad cegadora y  apasionante. La mera contemplación de los transeúntes excitaba todos sus sentidos, como si se asomara a un hormiguero de cristal que le mostrara los secretos  de esos animales. Entró en una cafetería y pidió un café con una ensaimada. Admiró la perfección de los cubiertos: la curva del tenedor justo en el punto donde se apoyaba el dedo índice, la pertinencia del filo del cuchillo, la genial idea de colocar un asidero en uno de los lados  de la taza.

En eso, un ruido le devolvió a la conciencia de que se había quedado dormido. Sin abrir los ojos, hizo el camino de regreso hasta el lugar de la puerta secreta, pero no la halló. Tras unos segundos de angustia, levantó los párpados y vio que estaba sobre la cama de su dormitorio, solo que lo que antes había estado a la derecha se encontraba ahora a la izquierda y al revés.

Al día siguiente, en la oficina, cuando su jefe intentó perpetrar la primera humillación del día, Vicente le contempló con la misma admiración con la que había contemplado el pasillo de su casa o los cubiertos de la merienda. La idiotez de su jefe poseía la misma pertinencia e idéntica grandeza; resultaba un espectáculo observar aquella cara algo japonesa pronunciando unas tonterías tan perfectas. El espectáculo producía la fascinación de la naturaleza salvaje. Era inquietante ver cómo podía brotar tanta estupidez de un solo cuerpo.

Vicente no encontró nunca la puerta para regresar al otro lado, pero fue muy feliz en éste admirando la idiotez de su jefe y el color del otoño y la forma de los automóviles… Y estaba tan ocupado admirando todo esto que ya nunca volvió a imaginar que le perseguían o que dirigía un museo de ciencias naturales.

©Millás, Juan José. 2019. Una vocación Imposible. Barcelona. ©Seix Barral

Juan José Millás nació en España, ha recibido múltiples premios, entre ellos, el Premio Planeta por su novela El mundo (2007), el Qué Leer de los Lectores y el Premio Nacional de Narrativa. Sus novelas y cuentos son bestseller y algunos se han traducido a varios idiomas. Es columnista del diario El País.

Fotos casa: Unsplash (Stefan Steinbauer y Michal Balog)