Ibiza

Por Luz Martí

Para los que alguna vez pasamos allí una larga temporada, Ibiza es un lugar a dónde siempre nos gusta volver, porque es, de alguna manera, reconectar con esa primera juventud, aunque ya no sea la chica que vivía en una casita payesa en San Lorenzo, cenaba hamburguesas en Los Pasajeros y ni quien inauguró la mítica disco Amnesia de Antonio Escohotado, en 1976.

Nos veríamos en septiembre, como cantaba Julie Budd en su canción de 1966. Tres amigas provenientes de distintos destinos aterrizamos en Ibiza para pasar unos días juntas aprovechando el buen clima de ese mes y la desaceleración de la marcha veraniega, deseando relajarnos y disfrutar de ese paraíso mediterráneo que conserva el aura de magia y permisividad de siempre, tal vez, ya un poco estereotipado.

Nuestra idea era simplemente playa, descanso y buena comida.
Después de instalarnos en nuestro hotel con vista al puerto, salimos a dar una vuelta por Dalt Vila, la ciudad vieja, en busca de novedades, sabiendo que inesperados recuerdos nos asaltarían cuando menos lo esperásemos.

Recorrimos sus calles sinuosas y angostas, sus tiendas simples o extravagantes, demorándonos extasiadas ante vestidos increíbles en la de Vicente Ganesha, que funciona desde 1973 y que tiene a Kate Moss y a Cher entre sus clientas.

Hablando de instituciones ibicencas, a esa altura se imponía una parada en el Café Montesol que, aunque muy renovado, sigue conservando algo de su don tan especial para honrar largas charlas en la vereda.

Por la noche, un paseo por el puerto- con las amarras más caras de Europa- iluminado, poblado de yates impresionantes y de veleros que reflejan en el agua sus mástiles apenas distorsionados por la marea suave.

Nos quedaban la playa, el mercadillo de Las Dalias y muchas ganas de recorrer los caminos secundarios, a través de campo, en busca de algún pueblo diminuto de esos que parecen dormir la siesta todo el año. Disfrutar de ese paisaje de cercas de piedra, casas blancas y montecitos de almendros, higueras y olivos y de los aromas a hinojo y a romero que entraban por las ventanillas.

Entre varias playas, elegimos Cala Codolar, muy cerca de Sant Josep, preciosa y con un chiringuito simple y rústico, del que su misma dueña asegura que “no tiene ni media pretensión, es para quien quiera saber cómo era Ibiza en los ´70”. Música, tapas, sangría, sol y risas: programón.

Los mercadillos han sido desde siempre en Ibiza un lugar de encuentro de amigos, un sitio para descubrir ropa, joyería étnica y objetos curiosos. Es Canar, en mi recuerdo setentoso, donde ya se ofrecía comida orgánica y se podía escuchar grupos de música en vivo o recibir un masaje relajante de manos de un grupo de suecos venidos de India.
Hoy, más llenos de gente y de productos no tan artesanales, han perdido, globalizados, un poco de encanto, pero conservan el atractivo de generar ilusiones a la hora de encontrar “eso” que se convierta en la compra más preciada del viaje, en el recuerdo que vuelva a llevarnos allá cada vez que lo miremos en casa.

Almorzar en Santa Eularia fue otra de las propuestas de una revista de viajes que leímos en el hotel y allá fuimos, ávidas de mariscos y de pesca del día, a comer platos frescos, aromáticos y llenos de color, frente al mar, bajo una inmensa sombrilla blanca.

De regreso nos detuvimos un momento en la iglesia Santa Eularia del Rio, edificada sobre una colina, que fue uno de los cuatro templos fortaleza levantados en la isla en el SXVI para protegerse de los piratas turcos y norafricanos.
Descubrimos que estaban preparándola para un casamiento. Altar barroco dentro de un simplísimo edificio tradicional ibicenco cuyo suelo se había cubierto de esteras de yute crudo y adornado con flores de colores que asomaban de jarrones de vidrio de cientos de distintas alturas y modelos. Era la obra sugerente y poética de Patricia Marañon, una genial florista de la isla con quien, después de felicitarla, nos sentamos a tomar algo mientras nos compartía su sueño de conocer la Patagonia.