Era otro tiempo
Mi peregrinaje al Lorraine comenzó cuando en la vereda del cine York de Olivos encontré unos centímetros de celuloide de un western.

La tira era el testimonio de una amputación que había realizado el proyectorista. Uno de los fotogramas estaba quemado por la lámpara del proyector que había sido la causante de tal cinecidio; la tragedia había sido presenciada por cientos de testigos: una llamarada en la pantalla, el celuloide que se retuerce de dolor, la sala que se ilumina, el público que patalea y grita pidiendo justicia; pero ya es tarde, un pedazo de la cabalgata del cowboy llegando al pueblo ya había sido censurada por el proyectorista convertido en censor.
No se llegaba fácilmente al Lorraine, antes había que recorrer un camino sinuoso, cargado de tentaciones exhibidas por el cine norteamericano: la Frigidaire, los Lucky Strike, los Bubble Gums y el gordo Claus que, auspiciado por Coca-Cola, había asesinado a los tres Reyes Magos. También nos inocularon el odio a los torpes japoneses, los sádicos nazis, las payasadas de Mussolini y la admiración por el coraje de los soldados rusos que, por entonces, eran sus aliados. En aquellos tiempos íbamos al cine para entretenernos, a pasar el tiempo o a robar un romántico beso aprovechando la oscuridad.
Pero terminó la guerra y había que continuar rumbo al Lorraine. Y así llegamos a “la calle que nunca duerme”, como bautizó a la Calle Corrientes Roberto Gil, ya por entonces mi padre, en su programa de Radio Splendid. La calle Corrientes, que nacía a las trompadas en el Luna Park, se fue haciendo mansa y culta a medida que se la ascendía. El bar La Paz y la librería Fausto eran escalas obligadas para alcanzar la cima en el Lorraine.

Cine Lorraine: templo del cine de autor, creación de un boletero llamado Kipnis, que se había transformado en el programador de la sala. Kipnis advirtió que el clima cultural estaba cambiando: el Di Tella, la revolución Cubana, la guerra fría, el Sputnik, las películas yanquis que ya no entusiasmaban… André Malraux, ministro de cultura de Francia, y el nacimiento de un cine de autor que rompía con el dogma imperante: un cine que encaraba los temas que hablábamos en el café.
Ya nos habíamos nutrido con el neorrealismo italiano que supo narrar con humor y poesía las miserias de la posguerra, con películas como Milagro en Milán, Umberto D, Ladrones de bicicletas, Roma Ciudad Abierta, La Strada, Las noches de Cabiria; obras de grandes creadores: De Sica, Rosellini, Visconti, Pasolini y el primer Fellini en blanco y negro. También el Cine Cosmos aportaba, a nuestra formación disruptiva, películas del este europeo. En síntesis: ya estábamos preparados para El Lorraine.
En esta sala milagrosa descubrimos la nouvelle vague, creada por un grupo de directores que militaban contra el cine de masas impuesto por Hollywood. Esta nueva raza de directores tenía un compromiso ético: narrar la realidad con la menor cantidad de artificios. Todo lo que habíamos leído sobre el lenguaje cinematográfico se iba desmoronando con cada película que veíamos: el campo escénico, los ejes de acción, los planos y contraplanos, fueron subvertidos por la cámara creadora del nuevo cine.
Así como los buenos libros se releían, las buenas películas de reveían y cada vez eran diferentes, iban mutando con uno, como si fueran seres con vida. Hiroshima mon amour, Pierrot le fou, Sin aliento y muchas otras las habré visto más de diez veces cada una. Tantas veces que hasta hoy puedo recordar algunas secuencias inolvidables: el travelling sobre la copa de los árboles con una voz que recitaba el texto de Marguerite Duras, los cortes sin cambio de ángulo ni plano en Sin aliento, Belmondo en Pierrot le fou, con la cabeza cubierta con cartuchos de dinamita.
El corazón del Lorraine latía con incontenible emoción al ver en su pantalla las obras de Bazin, Godard, Truffaut, Chabrol, Resnais… y nosotros salíamos en silencio hasta que los comentarios, análisis, interpretaciones y exclamaciones fervorosas despertaban en el bar La Paz, o en algún otro reducto con mesas de madera impregnadas de café y ginebra.

Era otra época y éramos raros, bichos perseguidos por llevar barba o fumar porros de punto rojo que recibíamos en latas de película, mitad yerba y mitad semillas. Fuimos esos jóvenes que íbamos al Di Tella, al bar La Paz, al cine Lorraine y comprábamos libros de Levi Strauss en Fausto: éramos un peligro para un país occidental y cristiano. Y fue entonces que llegó el diablo y exterminó a todos los ángeles caídos.
Adiós Lorraine, te extraño tanto como a mi juventud lejana.
Hugo Gil, director de cine publicitario de improbable nacionalidad, incierta religión e imprecisa fecha de nacimiento.
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