Chantilly a la crème

Por Luz Martí

Por un rato viajé en el tiempo, me convertí en una dama del siglo XVIII y di un paseo por los jardines de uno de los castillos más famosos de Francia.

A París le sientan la lluvia y el azul, blanco y rojo de la bandera recortados contra el gris antracita de sus cielos amenazantes. La piedra y la pizarra hacen el resto. Paraguas y botas de goma son todo lo que necesitamos para vagabundear, descubrir o ver lo ya visto como si fuera nuevo.

Pero un día de sol nos llama a escaparnos de las largas colas de turistas en los museos y buscar la calma en los inigualables parques de Francia, en el verde limpio, las flores o la grava de senderos desconocidos.

Hay muchos lugares cerca de París, como el divino Saint Germain-en-Laye, cuna de Luis XIV, que todavía conservan su aire pueblerino y sus construcciones reales y fantásticas… pero esa mañana elegí algo distinto a sólo veinticinco minutos de tren desde la Gare du Nord, el destino ideal para los amantes de los jardines, de los caballos, del arte y de la buena mesa: el castillo de Chantilly.

Ni bien llegué me dejé tentar por una cafetería y desayuné por segunda vez un clásico noisette acompañado de un pecaminoso pain au chocolat mientras revisaba en mis apuntes el recorrido exacto para no perderme nada. Me hubiera quedado ahí varias horas, mirando, disfrutando, creyéndome francesa.

Lo primero sería conocer los Grandes Establos. Boxes perfectos, olor a heno y mínimos y filosos rayos de sol centellando sobre los bayos, sobre los zainos y los alazanes cobrizos.

Un edificio inmenso, con su pista de arena cubierta, palaciega, decorada con estatuas de ciervos delicados, donde se ofrecen espectáculos de destrezas hípicas. Allí mismo, el Museo del Caballo nos recuerda la historia de estos animales a través del arte con piezas increíbles provenientes de todo el mundo.

La vida hípica de Chantilly es una de las más activas de Francia y son famosos su hipódromo y sus circuitos de calles de arena que los jinetes recorren en eternos paseos entre los bosques.

Caminando se llega al Castillo. Para eso hay que atravesar parte de su espléndido parque con tres jardines distintos y bellísimos: El jardín francés, obra de Le Notre, suntuoso y armónico que representa las premisas del pensamiento francés: el orden sobre el caos, el triunfo de la cultura sobre la naturaleza salvaje, la reflexión sobre la espontaneidad. Un diseño geométrico y teatral con fuentes, esculturas y vastos espejos de agua, tan logrado que lo convirtieron en la obra preferida de su paisajista.

El jardín anglo -chino diseñado por Jean Fancois Leroy, contrario al estilo anterior busca imitar el costado más salvaje y lúdico de la naturaleza. Aquí permanecen cinco de las siete casitas de techos de paja – una hoy convertida en el restaurant L´Hameau- construidas imitando una aldea campestre por fuera pero de un lujo sorprendente en el interior, que inspiró a María Antonieta para la construcción de su hameau du Trianon, en Versalles. 

El jardín Inglés: lugar bucólico por excelencia, obra de Victor Dubois, cuyo estilo romántico reniega de la geometría y de las perspectivas buscando la libertad de ser, a la vez, paisaje y obra de arte.

Finalmente me acerco al castillo. Flota, como en un sueño, sobre las nubes reflejadas en el lago que lo rodea.

Chantilly es el esplendor de Francia por donde se mire.Transformado por Louis Condé, primo de Luis XIV, este castillo barroco rivaliza con Versalles con deslumbrantes obras de arte, una inmensa biblioteca que huele a cuero, a papel y a cera para muebles, incontables salones y una extraordinaria colección de pintura que incluye obras de Botticelli, Ingres, Rafael y, desde luego, Delacroix el retratista de caballos indomables por excelencia.

Caminé alelada sin dejar de pensar en sus habitantes a través de las épocas, en las sedas de tonos quebrados de los vestidos, en los peinados, en las panas, en los carruajes, en la magia de semejante maravilla iluminada por antorchas, en las fiestas reproducidas en películas como Vatel, en los espejos, en la música. Me abrumaba la sola idea de imaginar a Moliere, allí mismo, controlando ansioso la primera representación de Las Preciosas Ridículas. Estaba a un paso de caer en el síndrome de Stendahl. Demasiada belleza para procesar. Necesitaba un descanso, no incorporar nada más por ese día.

Volví a equivocarme porque en el restaurante que elegí para reponerme de tanta belleza ésta reapareció en forma de sabores asombrosos como la flamiche (tarta de finos puerros) y la ficelle picarda (panqueques gratinados con champignones jamón y echalotes). Y para rematarla, un postre de ensueño: una tarta de frutillas luminosas bañadas por una suave e inolvidable Chantilly.

Según cuenta la leyenda, la famosisíma crema chantilly nació en ese palacio en 1671…No sé si será verdad, pero la crema era una delicia sublime.