Aventuras sin color

Por Luz Martí

“Siempre tengo la impresión de que en toda fotografía el color es una capa fijada ulteriormente sobre la verdad original del blanco y negro”. Roland Barthes

Unos chicos juegan en el parque. El detalle perfecto de las hojas y el corazón de un alcaucil cortado al medio. Una mujer entrena a un caballo en un corral, sobre la nieve. Dos hojas de papel, con poemas escritos en tinta, chorrean mojados por la lluvia en la soga para ropa de una azotea cruzada por cables.

Cuatro fotos en blanco y negro de distintas épocas. Quiero verlas de esa manera, entrar en ellas. Alguien ha elegido mostrarlas así. O no tuvo otra opción. No importa. Quiero esa magia, ese coraje de atreverse a mostrar el mundo descartando el escollo del color para abrirnos la puerta a posibilidades casi fantásticas.

La propuesta minimalista de decir más con menos, nos incita a perseguir pequeñas epifanías a través de una desconcertante narración monocromática. Las imágenes nos piden que nos fijemos bien, hay algo que se esconde: la esencia de las cosas nunca se encuentra en la superficie.

La foto en blanco y negro parece detener el tiempo. No porque muestre un pasado lejano –toda foto es inmediatamente pasado- sino porque va perdiendo la temporalidad y ganando un aire inquietante que la envuelve de a poco. El color se deteriora. Se alteran los porcentajes de amarillo, magenta y cian, la foto vira al azul, al naranja. Algo hace ruido y da pena. Como si perdieran una dignidad que solo el blanco y negro pudiese devolverles.

Para ciertas generaciones, la foto en blanco y negro no es solo la foto de la nostalgia, sino la foto de la verdad. El fotoperiodismo de la tapa del diario, del alunizaje en la revista LIFE, la denuncia de Koudelka. Pero puede ser –y lo es, sin duda- también la forma gráfica de la poesía de Sudek o Michals.

Sacar en blanco y negro abona el mito de que se es un buen fotógrafo, como el de que una copia grande es una buena foto. No lo creo. Pienso en el pequeño formato de las sutiles imágenes en blanco y negro o apenas teñidas con té o café de Masao Yamamoto.

Recuerdo las delicadísimas naturalezas muertas de Josef Sudek con sus interiores de ventanas empañadas y vapores domésticos y la catarsis del dolor de Douane Michals en su “Carta de mi padre”.

Yo tengo una pequeña colección de fotos. Casi todas en blanco y negro, compradas en mercados de pulgas. Tomas de familias desconocidas que divido en categorías… Gente con autos, gente en la playa, disfrazados y parejas. Casi todas en blanco y negro a excepción de algunas perlas, coloreadas a mano: ocho poses de Marcelito a sus cuatro años en un mismo papel, con los cachetes rosados, el pulovercito celeste, el tubo del teléfono en la mano o una gorrita de marinero.

Un trabajo artesanal de ternura inconmensurable como los novios enmarcados en un vidrio bombé, los labios rojos y el collarcito de perlas de la novia. El pasado de cada familia se atesora y refugia en un blanco y negro piadoso que dulcifica rasgos, disimula detalles de fealdad y pobreza, y conserva, aún mal sacado y fuera de foco, un aura mágica. Esa aura se persigue hoy también.

El blanco y negro se elige deliberadamente por sus efectos contundentes y perturbadores para proponernos bucear más profundo y descubrir nuevas capas de realidad desde una dimensión casi surrealista. El blanco y negro parece ejercer una fuerza que pusiera distancia y empujara la situación violenta y ajena hacia un territorio más sobrenatural y distante que no nos turbe tanto, haciéndonos creer, en ese caso, que se trata de “cosas que le pasan a otros” y de las que, probablemente, estemos a salvo.

Luz Martí es escritora y fotógrafa. Sus dos manías, que la mantienen siempre activa, son mirar y contar. Una verdadera storyteller.

Fotos: Pexels (Eva Elijas y Ryutaro Tsukata).

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