Bonus track de fin de año

Por Luz Martí

Faltan pocos días para las Fiestas, tengo todo controlado, o casi…Un  encuentro fortuito con mi ex pondrá mi mundo patas para arriba.

Fue un 23 de diciembre. Yo festejaría la Navidad en casa para que mis hijos estuvieran con por sus primos, abuelos y tíos ya que, para Año Nuevo el padre los llevaría a Samborombón, a pasarlo pescando enterrados en el barro, resfriados, con conjuntivitis y comiendo capeletinis pegoteados. Nuestra fiesta estaría llena de luces, con árbol y pesebre en la chimenea simulando la cueva de Nazareth. La casa llena de bolas doradas y rojas y velitas para que salieran en las fotos.

Salí entonces, hecha una tromba hacia el súper de la otra cuadra.
El pelo sucio y atado, la joggineta floja debajo de la rodilla, una remera vieja y manchada por el aerosol dorado de mis artesanías navideñas.
El motivo fundamental de esa misión nefasta era retirar el lechón para agasajar a mi familia que el carnicero me había reservado. Confieso que me sorprendí al verlo porque era mucho más grande de lo que yo había imaginado. De hecho, a pesar del envoltorio, las patitas asomaban desnudas y pálidas ofreciendo una imagen medio “morgue”. Así, con mi carga siniestra me puse en una de las filas que, como en todas las demás, tenía al menos veinte carros antes que el mío, rebosantes de panes dulces, garrapiñadas y sidras.
Yo esperaba en medio de ese tumulto de gente acalorada que hace cola con niños que lloran y abren yogures y galletitas mientras pisotean sachets de leche, en ese lugar con un olor mezcla de jabón en polvo, verdura y cerveza.  En medio de ese quilombo navideño lo vi.
El corazón se me saltó. Me paralicé un momento mientras a una velocidad ultrasónica pensaba cómo sobrellevar la situación sin recurrir a lo más rápido que era volver atrás, abandonar el carro en la primera góndola y escaparme por la puerta de incendios para que no me viera.
Era tarde. Tarde para volver después a hacer de nuevo esa cola infernal cuando ya casi había llegado a la caja y tarde porque él ya me había visto. Como un rayo me agaché casi hasta el piso mientras recordaba el lema de una de mis tías: “a ellos les gusta: tacos, tetas y pelo largo”. Tacos y tetas no tengo, así que hice lo poco que podía: me arranqué una gomita que le había sacado a mi hija para atármelo mientras limpiaba. Él no iba a acordarse si yo lo tenía suelto o no antes de saludarnos con un beso.

Estaba en la caja de al lado, impecable, con una camisa celeste y un pantaloncito claro. Mientras hablábamos de temas desabridos de encuentros después de veinte años sin verse, se me ocurrían mil ideas al mismo tiempo. Casi no tiene canas, pensaba, al tiempo que me lamentaba haber dejado la peluquería para último momento, espero al menos que no vea bien, pero anteojos no usa. Panza no tiene y yo sí. Tiene las manos tan lindas como antes. Está quemado, debe jugar al golf, si hasta su carrito es más elegante que el mío: patés, galletas importadas, champagne. Quizá esté solo y vaya con esos regalos a casa de amigos.
El envoltorio de mi chancho se había roto y la cabeza blanca del cadáver asomaba con el hocico enorme y un ojo abierto y el otro cerrado, guiñándolo a esa situación macabra.

Entonces yo no sabía de qué estábamos hablando, sólo pensaba en mi remera enorme, en que a lo mejor él tenía una mujer linda como Penélope Cruz, en la joggineta, en cómo se puede ser tan hija de puta de salir así a la calle , en mi pelo sucio y en que quería desaparecer de ahí mientras que a la cajera se le acababa el rollo de la registradora y el tipo que estaba por pagar se daba cuenta de que las milanesas de soja que estaba llevando eran sin ajo y que él las quería con ajo y las iba a ir a cambiar.
Sólo se que yo sonreía y conversaba tratando de suplir con actitud  lo irremontable, de pensar  que estaba lindísima y joven sin poder creérmelo ni por un instante.
Finalmente Dios oyó mis súplicas, pude pagar y salir haciéndome la apurada.

El 24, mientras todos disfrutaban de la fiesta y de sus regalos en la radio sonó una música de nuestra época. Digo “nuestra”, de la que el de la camisa celeste y las manos lindas y yo, salíamos juntos.
Esa noche, decía, el sonido era un murmullo lejano de charlas y risas que se fue apagando lentamente hasta que el último de los invitados se despidió. Los chicos se fueron a acostar con sus juguetes y me quedé en el patio juntando los restos de la fiesta.

Subí la música ochentosa de la radio mientras una alegría tibia iba creciéndome de a poco. Hacía mucho calor. Entré, me serví una copa de vino y busqué el teléfono. Sentada descalza, en medio del desorden de platos apilados, papeles de regalos y botellas vacías me metí en Facebook y escribí su nombre: aparecieron dos hijos. Mujer, en las fotos, no había. Me animé y mandé un saludo de Navidad medio tonto. Me contuve hasta terminar de ordenar todo y volví a mirar el teléfono.

“¿Qué hacés el 31?”, decía su mensaje.

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