Canas go home

Por Luz Martí

Antes de salir rumbo a Cabello´s (un descubrimiento de mi vecina del tercer piso) busco la foto de un corte que, junto con una buena dosis de tintura, va a ser definitivamente lo mío. O eso creo, llena de ilusión.

Señora Mirta, Señora Graciela… a color… anuncian desde una especie de altoparlante y yo hago mi entrada triunfal con una bata larga y otra más corta, con el Velcro que me estrangula y un aspecto que doy lástima. No me importa. Avanzo segura porque llevo la foto de lo que quiero ser cuando salga.

No soy la única. A mi derecha han instalado a una chica que viene a hacerse un peinado para una fiesta de quince. Ella también trae una foto con el modelo que eligió con su mamá. En la peluquería le ofrecen opciones y las discuten con el peinador.

Finalmente la chica sale con una cosa tensa, llena de rulos rígidos y torzadas. Me imagino el vestidito igual de duro y siento una mezcla de lástima, vergüenza ajena y envidia.

Grease, Paramount Pictures

El salón del primer piso está lleno de gente. Agradezco que nadie nos vea: estamos impresentables. Todas. Entre ellas una señora cuenta cómo su marido la dejó por una de treinta, mientras se deleita con sus nuevas mechas blancas que le cruzan toda la cabeza teñida de oscuro: una comadreja.

Mirta prepara la mezcla magistral que ocultará mis canas bajo el dorado miel que sueño. La espero mirándome al espejo. Es un momento en que la piedad se desvanece: sentadas, sin nada que hacer más que esperar nuestra renovación, la cara asoma en todo el esplendor de su realidad enmarcada con la gorra o con la toalla. No existe un lapso más apropiado para encontrarnos defectos y para probar liftings con las manos estirándote la frente, levantando las comisuras de la boca o subiéndote los pómulos.

La encargada de “color” pasa revista por la fila de mujeres inermes inspeccionándolas e instruyendo a su asistente. Va levantando mechones con el peine de cola y cara de asco, e indicándole al caribeño musculoso con una remera tres talles menos: “ésta ya está” como si se tratara de un pollo al horno.

Mi color está listo, rejuvenecida y rubia, obedezco al autoritario “vamos a la pileta” y me entrego a las manos de Jesús que, bien adoctrinado, me ofrece cremitas y ampollitas a las que siempre digo que no.

Ahora toca el turno al corte. Jonathan me espera impávido sosteniendo una tijera enorme en la mano.

– ¿Como está pero con más forma?- me pregunta

– No, esperá – le contesto y saco la foto que traigo en la cartera – algo así, desmechado adelante y carré atrás, un poco más corto pero que tenga volumen…¿me entendés? No puede entenderme, ni él ni nadie. No contesta y corta.

Después me seca pasando los dedos por el pelo, enroscando el cepillo y haciendo unos movimientos que no me convencen. Igual estoy contenta. Sin canas, con un corte apendejado que me ilusiona. Fueron casi cuatro horas. Estoy agotada. Tal vez debería hacerle caso a mis amigas rebeldes, dejarme las canas, ganar ese tiempo y convertirme en alguien como Jane Fonda, una mujer distinta, que salga del estándar, llena de coraje para comerse el mundo. Pero yo no soy así y las canas solas no alcanzan para tanta revolución.

Estar bien con una cabeza blanca es estar impecable, canchera, con la piel cuidada y maquillada, si no queremos dar cien años. Yo me conozco y sé lo que va a pasar: no voy a ser Jane Fonda, voy a ser una mezcla de Patti Smith con Menotti, un bicho que se va a resentir pensando cuánto mejor es una cabeza masculina llena de canas, cómo les dulcifican las facciones y cómo, con suerte, pueden lograr un interés que jamás tuvieron.

Me miro al espejo. Está bien. Estoy prolijita. Por ahora me siento más segura así. La rebeldía la voy a dejar para más adelante. Para cuando sea grande.

Luz Martí es escritora y fotógrafa. Sus dos manías, que la mantienen siempre activa, son mirar y contar. Una verdadera storyteller.

Fotos: Unspalsh (Element 5).

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